“Me gustaría irme del mundo con el costal puesto”

De la Semana Santa 2018, hermosa, intensa y concurrida, me quedo muy especialmente con el papel que desempeñan los llamados costaleros, hombres que cargan sobre sí el peso de las imágenes procesionales.

Los he observado practicar con antelación en calles desiertas, he visto sus expresiones de fe y pasión. Me conmueve pensar en las historias que se ocultan debajo de esa armazón de hierro que elevan a la vista de todos los devotos en cada uno de los pasos o procesiones que se realizan durante la Semana Mayor.

Necesariamente tiene que haber algo que les mueve a sacrificar su cuerpo y su espíritu por el servicio, bien dicen que sin su participación, los días santos al Sur de España no serían lo mismo.

Las retinas me han quedado impregnadas con las imágenes recientes de hombres exhaustos y jadeantes saliendo debajo de las plataformas, empapados de sudor y satisfacción por el bien realizado.

Se me ocurre pensar que así es la Iglesia viva y peregrina que lleva sobre los hombros el testimonio de Cristo, que se nos iría la vida tratando de correr solitarios la carrera de la fe,  que es conveniente y sabio compartir la carga con nuestros hermanos, aquellos que no hemos elegido voluntariamente pero con los que nos ha tocado compartir esos instantes de servicio durante la Pasión de Jesús, no como simples espectadores, sino como copartícipes de la edificación del Reino.

«Todos por igual» grita el capataz que encabeza la marcha, el cirineo que guía a los costaleros en medio de la oscuridad de allí abajo, donde el aire se vuelve irrespirable, donde todas las historias de vida se funden y, se estrechan lazos de hermandad eterna entre los más disimiles servidores.

“Me gustaría irme de este mundo con el costal puesto. Sería algo muy romántico, una satisfacción”, afirma Antonio ante la mirada atónita de su mujer, costalero desde hace décadas del Cristo de la Conversión del buen ladrón de la hermandad de Monserrat.

Los costaleros caminan a ciegas, a un paso, hombro con hombro, un contingente de cirineos de nuestros tiempos, que cada tanto entregan el testigo a otros, hasta recorrer el itinerario trazado. Hago de estas escenas una lectura espiritual que me llena de ilusión y esperanza. Pensar que todos llevamos en nuestras manos la vasija de barro de las que nos habla San Pablo, me conmueve hasta las lágrimas.

En el paso de la Virgen de la Candelaria, un costalero tomó la mano de su hijo justo en el momento de hacer la «levantá» de la advocación mariana. Sólo Dios sabe a qué promesa se debió ese gesto tan hermoso entre padre e hijo, el pequeño caminaba decidido en medio de la muchedumbre.

«La fe se fortalece dándola», pensé.

Los milagros ocurren allí, en la entrega desinteresada, en la tradición que se arraiga en el corazón del hombre, en el esfuerzo físico que supone levantar 60 kilogramos aproximadamente durante largos y efusivos minutos que no volverán hasta el año siguiente.

Durante el trayecto, la unidad se convierte en algo más que una premisa, es necesaria, urgente y edificante.

Incluso, hasta las lesiones físicas de los costaleros forman parte de la alegoría espiritual que esta Semana Santa me ha mostrado.

«Dulce es la mano de la Iglesia», decía el Padre Pío, «aún cuando a veces nos golpea, porque es la mano de una madre, que tantas veces corrige».

Karen G. Mendoza