Guadalupe, Fátima, Lourdes… ¿Por qué hay tantas si la Virgen es solo una?

En la Iglesia veneramos con amor filial a la Virgen María. Ella es importante para nosotros porque nos señala a Jesús y es, además, el camino que Dios eligió para llegar a nosotros en la divina persona de Jesús. Y María nos señala o muestra a Jesús no sólo en el misterio de la encarnación del hijo de Dios sino también con sus apariciones y/o manifestaciones.

En general cada intervención de María tiene que ver con una realidad histórica precisa y/o ante una necesidad particular del pueblo de Dios, hecho que demuestra la acción maternal de María, que se tomó muy en serio el mandato de su Hijo en la cruz de acogernos como sus hijos.

Cada advocación mariana nos permite contemplar, a través de rostros diferentes, la grandeza de María; una grandeza perceptible en cualquier tiempo, en cualquier lugar y en cualquier cultura.

No importa el nombre que María reciba o la advocación con la cual se le invoque, sino la devoción y el amor inquebrantables en la Madre Celestial que todos los fieles católicos le profesamos a diario.

Es obvio que todos los videntes describan a la madre del Redentor como una mujer hermosa y muy joven, con facciones bien delineadas, un rostro tierno y puro, en ocasiones sonriendo o con una mirada triste; además radiante y luminosa. Incluso, tomando a veces los rasgos típicos de cada región.

Todas las imágenes marianas, fruto de las apariciones alrededor del mundo, presentan una infinidad de diferencias entre sí, que van desde la vestimenta hasta los rasgos faciales, pasando por la lengua o dialecto para generar más confianza en los destinatarios de sus apariciones y haciendo inteligible su mensaje sobre todo a los niños.

Pero también hay semejanzas pues María se manifiesta de diferentes maneras para ganarse la simpatía y aprobación de los nativos de cada pueblo, pues no quiere ser una extraña.

En todo caso ella se adapta a la mentalidad, la cultura y la psicología del vidente y del pueblo.

En unos casos, algunas imágenes o rostros marianos, tanto en esculturas como en pinturas, responden al imaginario popular en que se concibe a la Virgen María como una más del pueblo y como madre.

Ella es nuestra Madre, por ello al negro le ha gustado verla negra; al oriental le ha gustado verla con rasgos orientales; al europeo, europea; al indígena, con rasgos mestizos.

Este imaginario popular se concreta aprovechando la expresión artística del momento y lugar (las imágenes románicas, la iconografía bizantina, etc.).

Así, el rostro de la Virgen María refleja la piedad, la idiosincrasia, el amor y la empatía que el pueblo profesa por ella; imágenes que incluso algunas veces utiliza la Virgen María para manifestarse como es el caso, por ejemplo de Akita (Japón) en 1973.

En otros casos, en la práctica totalidad del resto de imágenes, estas son fruto de las diferentes apariciones en que la Virgen María se ha querido dejar ver.

Ahí es ella quien se ha dejado ver con las características étnicas del pueblo que visita para identificarse con el mismo pueblo y resulte así familiar; por esto ella es morena y con rasgos mestizos, o con tez muy blanca, o negra (por ejemplo, las apariciones de Kibeho (Ruanda en el año 1.980) o con ojos rasgados y de tez amarilla.

Ella se aparece con una imagen en la que se adapta a cada pueblo para que la veamos como la madre dulce que es. Es un gesto de gran delicadeza y cariño que nos revela su entrañable amor maternal. ¿Acaso la Virgen María no es madre de todos, una madre que visita a sus hijos en cualquier rincón del mundo?

A nivel intelectual sabemos que María era una mujer judía y pobre. No era negra, ni tenía tampoco rasgos chinos o indios. Sus rasgos eran muy semejantes a los de las mujeres judías o palestinas que viven hoy en Oriente Medio.

Pero ella, por designios divinos, se ha mostrado en las diferentes culturas por amor a la humanidad, generalmente para reforzar la fidelidad a su divino hijo; por esto se han visto Vírgenes asiáticas, africanas, europeas, indoamericanas, etc.

La lógica de las apariciones marianas no es difícil de entender. Si Dios envía a un ángel Gabriel para enviar un mensaje a María, ¿por qué Dios no puede enviar a la Virgen María para transmitir un mensaje si ella es más que un ángel, es la llena de gracia?

La Virgen María, después de su asunción al cielo, no ha dejado de estar llena de Dios; por consiguiente a través de ella Dios nos puede mandar mensajes a ciertas personas, lo cual no es una nueva revelación, son sólo revelaciones privadas distinguiéndolas de la única y pública revelación que acaba con san Juan o el libro del Apocalipsis.

Y Dios puede hacer que ella se manifieste de diferentes maneras. Si no dudamos de la omnipotencia de Dios, entonces tampoco es lícito dudar de la posibilidad de que la Virgen se aparezca de diferentes formas.

La Virgen María, al ser la llena de gracia, es decir llena de Dios (el Señor está contigo: Lc 1,28), tiene prerrogativas que no tiene cualquier otro santo; ella puede aparecerse como, cuando y donde disponga Dios, para quien no hay nada imposible.

¿Y por qué María puede aparecerse? Porque su cuerpo goza, siendo asunta al cielo, de un estatus de cuerpo glorioso o cuerpo espiritual: “se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual…” (1Co 15,44). Algo así como las características que adquirió la humanidad de Cristo después de su resurrección.

Incluso durante las apariciones marianas los videntes que la han podido ver manifiestan ver a una Señora con aspecto tangible, como si estuvieran en presencia de una persona física.

Es lo mismo que los Apóstoles experimentaron cuando Jesús se les aparecía. Los cuerpos gloriosos o espiritualizados no están sujetos a las restricciones de las leyes naturales o físicas y fácilmente pueden optar diferentes aspectos, según la disposición de Dios.

Ahora bien, lo importante no es cómo se aparece la Virgen María sino lo que ella nos dice durante sus apariciones.
En todo caso hay un nexo entre piedad popular y las diferentes revelaciones privadas y/o apariciones que generan una devoción mariana propia.

Estos eventos históricos y religiosos tienen una función mistagógica (iniciar o introducir a los bautizados en los misterios del cristianismo) como parte importante en el proceso histórico de inculturación de la fe unido de la mano a la devoción mariana.

Estas manifestaciones marianas suscitan torrentes de riqueza espiritual y consuelo para el Pueblo de Dios en los diferentes santuarios marianos esparcidos por el mundo.

Algunas apariciones marianas tienen un carácter misionero, como es el caso de las apariciones en Latinoamérica: Coromoto (1.652) la patrona de Venezuela, y Guadalupe (1.531), por ejemplo.

Es fácil de imaginar que la obra de los misioneros era muy complicada pues a los indígenas les era muy difícil abrirse a la fe que les venía por medio de personas totalmente ajenas a su raza, lengua y costumbres; y más aún por los malos testimonios de algunos cristianos.

En estas circunstancias, la Virgen se apareció como mujer india o mestiza, con gestos comprensibles; gracias a esto los nativos entendieron la necesidad de distinguir entre la fe de los buenos y santos misioneros y las malas acciones o graves pecados de algunos blancos, así como la necesidad de renunciar a muchas prácticas o creencias erróneas de su propia cultura (por ejemplo, la idolatría y los sacrificios humanos).

¿Qué podríamos aprender de estos rostros de la Virgen? Podemos aprender a ser creativos y sensibles ante las diferencias étnicas y culturales.

Y que lo esencial no es que María haya vivido en Oriente Medio y que el color de su piel sea el de las mujeres de esa zona, sino que Ella fue y es una de nosotros. Y este “nosotros” sin nacionalidad específica.

Fuente: Aleteia