Fides et Ratio (Fe y Razón) es el título de la última encíclica de San Juan Pablo II, publicada en 1998, en la que explica la relación entre la fe y la razón, a las que compara con «las dos alas con la que el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Es Dios quien ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndole y amándole, llegue también a la plena verdad sobre sí mismo».
En esas líneas se condensa el contenido de la Encíclica, que ofrece criterios claros sobre un tema controvertido a lo largo de la historia: la relación entre la fe y la razón: ¿son dos conceptos que se oponen?, ¿la razón invalida la fe?, ¿todo lo que no puede ser explicado por la razón es falso?
San Juan Pablo II cree en la razón y lo explica, cree en lo que enseña la fe y lo explica también. No dice que los misterios de la fe sean siempre totalmente comprensibles por el entendimiento humano, pero también aclara que la razón no debe rechazar el misterio.
Vamos por partes: explica el Catecismo que la fe es una virtud sobrenatural, infundida en el alma por el bautismo por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado, y lo que la Santa Iglesia nos propone como objeto de fe. En el cristianismo la fe no es pasiva, sino que anima a una vida activa alineada con los ideales y ejemplo de vida de Jesús.
Por su parte la razón es la facultad del ser humano de pensar, reflexionar, en definitiva, de razonar, para llegar a una conclusión o formar juicios de una determinada situación o cosa. Es un don de Dios que nos asemeja a Él y nos abre la posibilidad de llegar a las verdades objetivas, al bien objetivo, a la realidad misma y, en consecuencia a la auténtica libertad.
Retomando el símil de las dos alas, la fe y la razón no se oponen, sino que funcionan juntas, porque la fe, como virtud teologal, perfecciona sobrenaturalmente la razón, como facultad del hombre para conocer la verdad.
Esto nos lleva a huir de la “fe del carbonero”, expresión utilizada por un arzobispo de Ávila, en el siglo XV, para explicar cómo era la fe de un carbonero que conocía: se limitaba a creer lo que la Iglesia le decía y ya está, no se metía en más complicaciones, ignoraba la razón; pero esa no es la fe que demanda la Iglesia a los cristianos en los tiempos actuales, especialmente a los cofrades.
Claro que hay una frontera entre razón y fe, pero también hay «un espacio donde se encuentran», por eso la fe ha de ser ilustrada, razonada, entendida, si no queremos encontrar hombres y mujeres sin fundamento racional para su existencia, sin religión, sin identidad, sujetos a la más engañosa de las modas: la de las ideologías.
Las hermandades y cofradías son, por su propia naturaleza, espacios de perfeccionamiento cristiano, de formación. No vale refugiarse en los cultos, cofradía y actividades sociales, ignorando lo demás. La hermandad como tal no existe, son sus hermanos. Tampoco existen hermandades bien formadas o poco formadas, sino sus hermanos, de ahí la responsabilidad del Hermano Mayor y los miembros de la Junta de Gobierno encargados de estos temas, sin olvidar el imprescindible aliento del Director Espiritual.
Ignacio Valduérteles