Buenos ¿o heroicos?

Cuando comienza un nuevo año suelen florecer espigas de propósitos personales que en muchos casos se quedan a mitad de camino, seguramente porque su cumplimiento exige un esfuerzo que no siempre se está dispuesto a realizar. Y al final sin darse cuenta se crea una especie de cajón de sastre donde se acumulan el polvo de la desidia, y tal vez la desilusión, alimentado por la resignación de quien piensa que es incapaz de cumplir sino todo, sí algunos de los objetivos que se ha propuesto.

Este cajón de sastre también podría tomarse como metáfora de la vida en ámbitos como el espiritual. Y cabe recordar que espirituales somos todos. Hay quienes silencian interiormente la llamada a luchar por ese más que les anima a seguir creciendo, y se conforman con la rutina del día a día que les convence porque no les obliga a mostrar resistencia ante ciertas decisiones y comportamientos, y no les compromete en exceso. Una mayoría ni piensa en ello. Otra siente que con su conducta no obra el mal y no precisa nada más que seguir procediendo del mismo modo sin plantearse ciertas preguntas. El conformismo, el inmovilismo, no es fructífero. A veces se introducen en ese cajón opiniones y motivos contradictorios; es lo que está en el ambiente, lo que se respira.

Entre la bondad y la heroicidad hay un trecho enorme, aunque cotidianamente se pueda aplicar esta última a quienes luchan en medio de las fatigas que trae cada jornada, lo cual incluye a multitud de ciudadanos. Pero la heroicidad a la que deseo aludir aquí no es esa. Es la que ha marcado el devenir de ese fecundo ramillete de hombres, mujeres, jóvenes, niños y ancianos que asombran por su forma de encarar la existencia. Son los que no se propusieron otra meta que la más alta a la que somos llamados habiendo sido «equipados» para poder responder: la santidad. Ellos no fueron solamente «buenos», sino «héroes». Y amasaron su título en la intimidad, aprendiendo a lidiar con sus propios defectos, y amando a los demás desde sus limitaciones y desmanes, lo cual es harto difícil.

Crecieron envueltos en fe y esperanza, devolviendo bien por mal, sembrando la piedad, misericordia y perdón donde se agitaba el odio, la injusticia, la venganza… Aprendieron a no agredir ni siquiera mentalmente el nombre de su prójimo. Ofendidos, vituperados, abandonados y recriminados por personas incluso cercanas a ellos, no recurrieron a la razón para justificar una respuesta que humanamente hubiera sido comprensible, porque no lo es evangélicamente. No se consideraron víctimas de nadie. No se refugiaron en el consuelo propio ni el que podrían haber recibido de los demás. Buscaron en todo momento el bien de sus congéneres, por encima del que se merecieron, abrazándose a la cruz de un sufrimiento de que otro modo no habrían tenido por qué padecer. Y cuando el dolor les acechó, unidos a Cristo lograron que redundase en beneficio para todos.

Las páginas hermosas del evangelio fueron su único atuendo. Caminaron con la sonrisa en los labios, animando a otros, infundiéndoles confianza en el devenir. Generosos y desprendidos no dudaron en atravesar íntimos desiertos donde a menudo se debaten luces y sombras. Valentía y decisión irrevocable marcaron hitos en su historia personal de gran belleza y pasión. Su voz se alzó potente en los distintos escenarios que cada uno de ellos tuvo, porque existen infinidad de formas de difundir el amor con mayúsculas con independencia del recinto que se habita: dentro o fuera del claustro, o bien desde la cierta notoriedad que el pueblo les confirió o desde el anonimato. Fundadores y fundadoras tuvieron la certeza de que no fracasarían nunca sus misiones porque fueron impulsadas por Dios.

La heroicidad seduce. Habla de cielos que cada uno anhela. Y pueden vivirse ya aquí. Solamente por ello merece la pena proponérsela. Nadie dijo que fuese fácil tal itinerario, pero tampoco imposible. «Las virtudes requieren menos esfuerzo que los vicios», dice Fernando Rielo. Junto a la gracia tenemos los instrumentos: oración, Eucaristía y lectura del Evangelio.

Gran propuesta para vivirla ya…

Isabel Orellana Vilches