El ‘peso’ de la religión

En una familia acomodada se diseñó la educación de una niña de tal modo que Dios quedase fuera de su vida, al punto de impedir su contacto con quien pudiera influirle hablándole de Él. Un día su padre, un afamado médico, vio por la ventana cómo al alborear el día se hallaba postrada de hinojos ante los tibios rayos de un sol que iría despuntando en el horizonte. Fue en su busca y al preguntarle, por su respuesta advirtió que la pequeña, sin que nadie se lo hubiera dicho, estaba en estado de adoración hacia quien en ese momento colmaba sus ansias de infinito.

 

Este hecho verídico, acaecido en un lugar de nuestra geografía el siglo pasado pone de relieve una realidad: la existencia de lo experimental y lo experiencial es tan palpable en la vida que no puede diseccionarse dándole un estatus de cientificidad al primero respecto al segundo. Fernando Rielo en su pensamiento lo ha dejado claro. Todo lo que es constatable en laboratorio mediante la aplicación del método científico no desdibuja en absoluto el alcance que tienen experiencias que, no pudiendo ser sometidas a las técnicas propias de aquél, forman parte del ser humano; no se les puede negar su realidad. Es el caso del dolor, que podrá medirse su grado, ese umbral que para cada persona es distinto. Pero los múltiples componentes que le acompañan escapan al control científico. ¿Cómo medir el miedo, la incertidumbre, la angustia ante lo desconocido, el temor a perder un ser querido, un trabajo, etc.? No es posible. En cambio son emociones que todas las personas experimentan o pueden hacerlo, con independencia de su profesión. Tan reales como lo que muestran las vísceras de un animalito que se examina a través del microscopio.

¿Qué tiene que ver lo dicho con la religión? Mucho. En el interior del ser humano hay una perenne insatisfacción, una sed de algo más, una inquietud a la que no da repuesta la ciencia como tal. Y nadie será capaz de ofrecer una explicación a todo ello, aunque a lo mejor ni se lo plantea formalmente —incluso puede que hasta la niegue porque haya cerrado el corazón negándose a admitirlo—, pero si se detuviera a reflexionar aunque fuera un instante, seguramente constataría que eso que late en el fondo de sí, a lo que aspira, el vacío que experimenta aunque esté rodeado de muchas cosas y de personas queridas, solo lo colma un Quien, es decir: Dios. Es más, con independencia de que lo dicho se ponga en tela de juicio, se trata de una realidad incuestionable para millones de seres humanos, hecho que la ciencia no puede corroborar empíricamente con el método que le es propio.

De modo que sí, la religión tiene un peso. Pero no posee la simple connotación verbal que algunos medios de comunicación le dan en sus noticias, como sinónimo de espacio, o de lugar en la educación ahora que la propuesta que se halla sobre la mesa de los gobernantes es rebajarla un poco más del curriculum escolar, en un camino inequívoco de dejarla fuera de juego por completo. ¿Por qué ese afán de derrotarla? ¿Qué daño hay en ella? Si es más que un ideario con fecha de caducidad. Si lo que promulga es la libertad, el respeto, la paz, el diálogo, el perdón…, entre tantos valores universales juntos como se aprecian en el evangelio donde se hallan reflejados todos sin excepción.

Si a la fe se la teme es porque no se ama. Si lo que tiene que ver con el compromiso vivencial asusta es porque el egoísmo prima sobre todo lo demás. Si se ataca o se insiste en reducirla a lo privado será porque ilumina recodos sombríos de la propia conducta, que se juzga invulnerable, y se huye de la claridad. No existe un Dios castigador, aunque en otros tiempos así lo trasladaran algunos.

La religión que se busca herir de la peor manera condenándola al olvido atraviesa la historia de parte a parte. Una historia, por cierto, que no se entendería sin ella. El devenir de los tiempos ha puesto de relieve que cuando unos han denostado la religión, siempre han venido otros que la acogieron dejando que cada cual actuase en relación a ella como juzgara oportuno. Su peso es de tal calibre que no hay colectivo, no hay civilización que no haya tenido un dios particular al que adorar. Va mucho más allá del criterio humano porque ese religare que se halla en su raíz cuando encuentra a Dios es irrompible, y no se puede confundir con lo espurio. Además, si lo que se pretende es el bien colectivo no hace falta más que abrir las puertas de par en par a la experiencia vivencial junto a ese Padre que todo lo puede, respondiendo a la sed interior que cada cual experimente. Con Él se modifica sustancialmente la sociedad porque de su mano, con su gracia, primeramente cambia y de forma radical la persona.

La supuesta libertad, el diálogo, el respeto, las ofertas de felicidad son quimeras, ídolos con pies de barro que no se sostienen si no hay algo superior que los legitime. Y cuando a Dios se le suplanta lo que queda es tierra de nadie que cualquiera puede vulnerar. Cualquiera, menos quienes haciendo caso omiso y oídos sordos a las imposiciones de rigor, tienen la fe por bandera y la enarbolan en todo lugar.

Isabel Orellana Vilches