John Henry Newman. Pasión por la verdad

¿Cómo descubrir cuál es la gran verdad que se intuye pero se desconoce? Poniendo el alma y la vida en esa búsqueda sin ahorrar ningún esfuerzo. Y una vez hallada tutelarla con toda fidelidad aunque ello conlleve el desgarro del corazón, una orfandad de aquello que se ha estimado, porque la auténtica libertad es la que se adquiere habiendo soltado el lastre que impide avanzar hacia el deseado objetivo. El cardenal Newman es un ejemplo vivo de ello.

En el momento de su beatificación Benedicto XVI hizo notar las claves de un liderazgo que solamente los santos pueden ostentar lográndolo como ningún otro ser de este mundo: «La existencia de Newman nos enseña que la pasión por la verdad, por la honestidad intelectual y por la conversión genuina implica un gran precio que pagar. La verdad que nos hace libres no puede ser retenida para nosotros mismos; exige testimonio, necesita ser escuchada, y en el fondo, su poder de convencer viene de sí misma y no de la elocuencia humana o de los razonamientos en los que puede ser puesta».

Con una personalidad arrolladora, innegable atractivo que percibieron todas las gentes que lo trataron en la universidad, en la parroquia, en los Oratorios de san Felipe Neri que puso en marcha en Inglaterra, su país natal, un carisma excepcional que se manifestaba en el seguimiento y atenta escucha de niños y de jóvenes, Newman constituye un punto de referencia innegable para la nueva evangelización. Fue un inconformista, un hombre ecuménico, dialogante, un excepcional investigador, escritor reconocido, un maestro en el arte de la docencia, un apóstol incansable que supo extraer de sus sufrimientos el néctar de la caridad.

Nació en Londres el 21 de febrero de 1801 y tuvo maneras de santo casi desde la cuna. Siendo adolescente ya apreciaba el valor de la plena consagración al punto de elegirla para sí cuando aún era anglicano. Y así comenzó, abrazado a una fe que disentía de la católica, buscando dar respuesta a los innumerables porqués que iba hallando. En esta larga etapa de su vida ya se curtía formándose en la genuina tradición eclesial que nos han legado los Santos Padres. Además, dentro de su ideario espiritual incluía varias horas de oración al día, ayunos, penitencias, un apostolado excepcional dirigido especialmente a los pobres, los que requerían formación, esos a los que tantas veces se les da la espalda en la sociedad de aquel tiempo y en el actual. Fue un párroco ejemplar, un maestro de la vida espiritual. Dilatando las horas daba cabida a sus lecturas preferidas, la música, la ejecución del violín, la equitación, los viajes por ferrocarril… Se ha destacado en él una capacidad cuasi mimética para (estando inserto en el mundo, y no siendo del mundo), integrarse en el sentir de los jóvenes siendo en su mayoría inexpertos, y mantener un discurso académico profundo y sugerente con autoridades docentes ante las que desplegaba su gran sabiduría y conocimiento de la Patrística.

En su itinerario hacia la conversión hubo algunos momentos significativos de inflexión que iban quebrando su razón. Y tuvo la valentía de reconocerlo públicamente ante quienes tomaban sus puntos de vista no solo con preocupación sino con cierto escándalo. Manifestaba: «No es un gusto para mí discrepar de los amigos, no es un consuelo verme malquisto con ellos, ni tiene nada de satisfacción o jactancia haber dicho cosas que debo retractar. Seguramente permaneceré donde estoy tanto tiempo como pueda. Si mis presentimientos provienen de arriba, me llevarán adelante a pesar de mi resistencia». Así fue. Al final, cuando se convenció de que esa verdad que perseguía era una Persona no una idea, y que la legítima garante del acervo patrimonial de la fe es la Iglesia católica dando el paso hacia ella, experimentó la intolerancia de sus propios compañeros y amigos, el abandono de su familia, la pérdida del liderazgo intelectual que ostentaba, además de tener que renunciar a sus propias ideas… Sufrió envites de anglicanos y católicos. Dentro de la Iglesia se puso en entredicho su fidelidad a la misma. Su labor estuvo bajo sospecha y fue apartado de misiones que tenía encomendadas. Es la trayectoria que han debido recorrer la mayoría de los integrantes de la vida santa.

En Roma, siendo ya católico, este hombre sencillo, humilde, con gran sentido del humor, durante un tiempo vivió feliz. Fue allí donde se enamoró del carisma de san Felipe Neri, cuya vida y acción conoció gracias a que el cardenal Wiseman le sugirió encontrarse con la comunidad filipense. Tan conmovido quedó por la labor apostólica que se llevaba en el Oratorio que decidió fundarlo en su país. Y así florecieron en Old Oscott, en Birmingham, en Londres…

En este proceso, de nuevo los sufrimientos que no le abandonaban. Descubrió que hasta los suyos dudaban de él haciéndole objeto de determinados juicios sin fundamento. Otro tanto le sucedió entrada ya la mitad de siglo cuando los obispos le pidieron que fundase una universidad católica en Irlanda, o cuando él mismo decidió erigir la «escuela del Oratorio» para formación rigurosa de jóvenes católicos a los que faltaba la conveniente preparación para ingresar en la universidad y dar razón allí de su fe: «Quiero un laicado que no sea arrogante ni imprudente a la hora de hablar, ni alborotador, sino hombres que conozcan bien su religión, que profundicen en ella, que sepan bien dónde están, que sepan qué tienen y qué no tienen, que conozcan su credo a tal punto que puedan dar cuentas de él, que conozcan tan bien la historia que puedan defenderla». Recelos, calumnias, envidias… fueron caldo de cultivo contra su persona. No se defendió. Por lo general, sus sermones y escritos eran su respuesta, con un contenido que sorprendía y a veces aquietaba a sus acusadores.

Newman fue una amalgama de pensamiento y corazón. De su primera conversión a los 15 años hasta el fin de sus días tanto siendo anglicano como católico fue dejando el rastro de su virtud por doquier. Cuando León XIII apreció su valía humana y espiritual lo designó cardenal. En el momento de su muerte, acaecida en Birmingham el 11 de agosto de 1890, fue aclamado por miles de personas. Benedicto XVI al beatificarlo, aludiendo al lema que eligió: Cor ad cor loquitur («el corazón habla al corazón»), hizo notar que ello «nos da la perspectiva de su comprensión de la vida cristiana como una llamada a la santidad, experimentada como el deseo profundo del corazón humano de entrar en comunión íntima con el Corazón de Dios». Su canonización el 13 de octubre de 2019 nos invita a perseguir denodadamente las más altas cumbres de la santidad con la gracia divina y sea cual sea lo que nos depare su voluntad.

Isabel Orellana Vilches

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