Servicialidad: Cuando la convivencia es poesía

La convivencia puede ser un infierno o un escenario donde se dibuja el cielo, que son sus polos opuestos, si bien entre ellos hay lugar para las alegrías y a las tristezas en función de caracteres, educación, comportamientos varios en los que anidan distintas emociones y pasiones. Pero cuando nos encontramos de lleno con la inocencia y un afán por hacer fácil la vida de los demás, en quienes se piensa antes que en uno mismo, el amor en todas sus gamas muestra el brillo de la caridad lejos de reproches e ironías.

No hay palabras para describir la ternura que late en un corazón sin malicia. Nada tan hermoso como la belleza de un comportamiento que se asoma a la vida de otros a través de gestos sencillos cotidianos en los que se aprecia el alcance de la servicialidad genuina que no espera reconocimiento, que no exige pago alguno por las acciones generosas y delicadas que se realizan, no actúa forzadamente, sino que simplemente se goza escudriñando el rostro de sus congéneres que cada jornada asisten asombrados a ese espectáculo de la sorpresa espiritual que les sale al paso, y que se ha ejercitado con plena libertad y autonomía, todo lo contrario del servilismo.

Ejemplos tan sencillos en el cuidado de los que se tiene cerca tan magníficamente realizados que no se pueden olvidar nunca. Entre los numerosos matices que no siempre son usuales quisiera destacar uno, y es el esmero en poner al alcance de quien tiene dificultad para proveerse de lo necesario para preparar una mesa, colocando sobre la misma los utensilios pertinentes clasificados y ordenados día tras día y siempre con mayor atención y delicadeza. Y es que nada tiene de particular sacar de la alacena platos, vasos, cubiertos, etc., y dejarlos a la mano sin más, despreocupadamente. Lo destacable, a mi modo de ver, es cómo se facilita al extremo la labor que otro tendrá que hacer, y, sobre todo, el cariño y la solicitud que se pone en ello. Esas personas que así obran, aunque no se lo propongan, están enseñando cómo se gesta el amor más puro, el que pone de relieve cuánto le importan aquellos con los que convive, dónde está centrada su memoria, su sensibilidad, una capacidad de observación dirigida al bien haciendo de algo rutinario una obra de arte.

«La convivencia es un arte. Es un arte paciente, un arte hermoso, es fascinante», ha dicho el papa Francisco. Ciertamente la convivencia ofrece infinidad de oportunidades para generar confianza, descanso, felicidad, ayuda, cuidado…, esa gratitud que rubrica la condición de quien la ejercita consciente de la valía de sus semejantes. Nada cuesta responder a lo que se sabe agrada a los demás. A veces son esos instantes en los que se espera poder compartir un pequeño paseo matinal porque las delicias de la naturaleza en el alborear del día sugieren confidencias entrañables que marcan el inicio de una nueva jornada y contribuyen a estrechar los lazos que se han creado en torno a un ideal, a un proyecto de vida común. La atención de quien tiene presente lo que otros necesitan para su alimentación, un compromiso, un tratamiento, el cumplimiento de una pequeña promesa… es decir, lo que entiende pueden haber olvidado, y que amablemente se les recuerda, ni siquiera supone un esfuerzo suplementario para quien actúa de este modo. El estar disponible es una virtud de la persona generosa. No se esconde, no se oculta, no busca excusas para eludir la petición que otros puedan hacerle. Por el contrario, se adelanta, se ofrece, pone a merced de los demás aquello que sabe puede realizar por nimio que parezca.

Esta actitud debería formar parte de la educación. Mal se hace cuando a niños y a jóvenes se les permite estar centrados en sus móviles ajenos a las necesidades que surgen en el hogar. Ni siquiera hay que decirles que deben ayudar porque ese verbo puede interpretarse en un sentido limitado; se entendería como participar en «algo». Y los que residen bajo el mismo techo tienen los mismos derechos y deberes. Lo que en él acontece es cosa de todos. De lo que se trata es de colaborar. Si esto se enseñara desde la infancia se ahorrarían muchos sinsabores y la convivencia estaría teñida de poesía, la que dibujan esas personas buenas que cuando se van dejan vacíos que nadie puede llenar. De algún modo, aunque no sean imprescindibles –nadie lo somos– son necesarias. La lección es clara y sencilla: «El amor jamás reclama; da siempre» (Indira Gandhi).

Isabel Orellana Vilches

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