Sologamia. Quimérica felicidad

«No man is an island», afirmó John Donne. En efecto. Ningún ser humano es una isla; no ha sido creado para vivir en soledad, aunque deliberadamente la elija. El desarrollo personal y social no se produce sin el concurso de unos y de otros. Desde que vemos la luz del día requerimos la ayuda y atenciones de nuestros congéneres, y si ella faltase en la cuna feneceríamos. Somos más frágiles que ciertos animales e incapaces a cierta edad de sobrevivir por nosotros mismos. Esta realidad, y otras muchas de indiscutible peso en la existencia humana, que ponen de manifiesto la necesaria presencia del otro en la misma, dejan de tener relevancia cuando entra el liza el egoísmo y el individualismo. Éste, cuando es elevado a culto, se apodera hasta del sentido común.

La búsqueda de la felicidad, afán presente en la historia de todos los tiempos, actualmente está llegando a cotas que rozan el absurdo y hasta lo superan, si así puede decirse. Sin Dios, sin moral, sin principios ni valores, todo está permitido y a todo se le encuentra un sentido. En los últimos años ha ido creciendo la moda de casarse con uno mismo. Y así se ha canonizado el término «sologamia» ante el aplauso de quienes se nutren de lo vanal. No hay estados permanentes de felicidad; si acaso, se nos concede experimentar un instante o momentos puntuales de intensa emoción que son como una voluta de humo; se desvanecen sin apenas darnos cuenta. Pero los partidarios de esta tendencia (sea por frustración, complejo por su soltería, o diversión­) afirman experimentar paz interior, tranquilidad y sosiego viviendo consigo mismos —sin cerrar la puerta a otras vías— alegando que nadie supera ese amor que ellos se tienen. Así, lanzan a los cuatro vientos, son felices.

Llamémosle a las cosas por su nombre. Ser solitario no es padecer soledad. Se aspira al boato de una pretenciosa ceremonia que simplemente deviene en una pomposa fiesta cara y hueca. Pretende un gozo artificial que pronto dejará el poso de un hondo vacío y estéril silencio obligando a la persona a rumiar lo que sucede en su interior (y lo que se aprecia en él no siempre agrada) alimentando la ceguera. Los demás, quienes jalearon con artificioso bullicio tal festejo se irán a sus quehaceres. Y lo que en un momento se consideró una decisión progresista y valiente, que de ese modo se tilda a los seguidores de esta moda en ciertos mentideros, quedará desdibujado en la historia personal, y la imagen desconchada de esos instantes al paso del tiempo ni siquiera tendrá el encanto de una fotografía en color sepia.

Se busca no sufrir, no ser molestado, no tener que dar explicaciones, hacer lo que se quiere, alejar la decepción que otros pueden causar, etc., y el grillete que uno mismo se ajusta es terrible. Porque si no se ponen las cotas adecuadas, con los años se acentúan las flaquezas y las debilidades; crecen los defectos, aumenta el egoísmo. No hay riqueza personal, ni desarrollo, ni progreso sin esfuerzo, sin abnegación… Esa soledad elegida por mucho que se la enjaece no brilla ni un segundo; sepulta la vida. Los demás, esos cuya presencia de entrada se desestima y prejuzga como algo que conviene evitar, nos sirven de estímulo y edificación incluso cuando en ellos vemos lo negativo; espolean nuestro afán de caminar. Nos animan a buscar nuevos ideales, a entregarnos en aras del bien. Lo otro es vivir y nutrirse para uno: pobre y escuálido alimento.

El silencio productivo siempre persigue un fin en relación a alguien o a algo. No lo es cuando tiene como único objetivo la propia comodidad. Lo clausurante, como ya se aprecia en la expresión, no es generador de nada. La apertura, por el contrario, es constructiva; abre nuestra mente y nuestro corazón a una perenne aventura. Nos permite descubrir cuántos valores se encierran en la diferencia, cuánto podemos aportar y cuánto es lo que otros pueden darnos.

Tarde o temprano el “soloísta” añorará en su camino la presencia de alguien que será, sobre todo, inmensamente necesario, imprescindible, para seguir viviendo. Incluso para la celebración de ese esperpento tuvo que contar con la anuencia de muchos.

Amar a los demás como a uno mismo, fue el mandamiento de Cristo. Viviendo la máxima de san Juan de la Cruz, que trasladó a la carmelita descalza M. María de la Encarnación: “adonde no hay amor ponga amor, y sacará amor”, se atraviesa el sendero de la auténtica felicidad. Y esta solo es factible, hasta donde la existencia terrena lo permite, lejos del egoísmo, de la exclusión.