UCRANIA, DIOS, LA CULPA…

Hemos entrado en Europa en el peor escenario posible para la convivencia pacífica: la guerra. Nuevamente la “voz” de las armas dinamitando el diálogo, cercenando vidas inocentes. Una vez más, el egoísmo, el afán de poder, la revancha, el odio, la intolerancia agitando al mundo. ¡Qué sentido tiene la búsqueda de una justicia que persigue enmendar la plana a la historia cuando ésta ya se ha pronunciado a través de millones de cadáveres! No ha terminado la pandemia, y ha irrumpido otra que podría ser, Dios no lo quiera, infinitamente más destructiva que aquella. La historia con sus páginas llenas de víctimas enmudece cuando la prepotencia humana se erige en su anfitrión. ¿Por qué no aprende el ser humano? ¿Por qué esa sed de sangre que algunos muestran vertiendo su amargura a través de los cañones, matando con impune frialdad? ¿Por qué no podemos vivir en paz?

Ahora requieren toda nuestra atención los masacrados por los que oramos unidos al Papa para que cese tan terrible despropósito esperando que los artífices de esta grave conflagración terminen con ella y no caven una tumba para todos. Pero quiero poner el foco de atención en otra cuestión que me parece primordial. Creo que es tiempo de preguntas y para muchas de ellas somos nosotros los que tenemos las respuestas. El tema es que cuando hay catástrofes naturales, sufren los que tenemos cerca (el dolor que más duele después del propio es ese), cuando la piel se eriza viendo el drama ajeno, es fácil buscar un culpable: Ese Dios que “permite el mal”.

Pero las guerras, comenzando por las balas que nuestros gestos y palabras disparan a quienes tenemos cerca, a las que se añaden las que hunden irremisiblemente los sueños de todos, como la que acaba de estallar, ¿quién las genera? ¿Quién es el culpable realmente? ¿Dios? ¿Tendremos la osadía de elevar los ojos al cielo para clamar justicia? Desde la fe no podemos provocar la ira de quienes no la tienen. Nuestra obligación es recordar al menos dos cosas. Primera, Cristo nos dejó la paz que el mundo —ya se ve— no da. Segundo: Si no cultivamos la paz dentro de nosotros, es imposible que se vierta fuera.

La soberbia, la ambición, la arrogancia de quien desea adueñarse del alma ajena es lo que genera la guerra. Lo que se siembra se cosecha. Nuevamente ese gigante que cree ser el hombre, con una supremacía que no poseerá nunca porque tiene los pies de barro, queriéndose arrogar una potestad que no le corresponde.

No miremos a Dios más que para rogar que de una vez nos percatemos que en este mundo no nos vamos a quedar nadie, que es verdaderamente trágico nacer para ser verdugo de los débiles y dejar como recuerdo regueros de sufrimientos y terror. Pidamos su misericordia. Roguemos por la paz.

Isabel Orellana Vilches

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