Quien poco espera con poco será feliz

A continuación ofrecemos una serie de meditaciones semanales tituladas “Cuaderno de vida y oración” a cargo del sacerdote diocesano Carlos Carrasco Schlatter, autor del libro “Las conversaciones que tenemos pendientes”.

Llevar la vida a la oración

Este mes comienza marcado por dos grandes celebraciones, una es el día de todos los santos, y otra el de todos los difuntos. La santidad comporta vivir de tal modo que toda nuestra vida transmita la presencia de Dios, y si Dios está en nosotros quienes están en Él también lo están, por lo que podríamos decir que este es un mes en el que lo terrenal y lo divino se encuentran amorosamente.

Hay un dicho que afirma que “no hay santo sin pasado, ni pecador sin futuro”, y es que la santidad no es un canto a la perfección del hombre sino una llamada a superarse. Vivimos una sociedad muy ocupada, o más bien muy entretenida en cosas y personas, que anhela secretamente llenar su interior aunque públicamente afirma estar bien para ocultar los graves problemas provocados por el vacío de trascendencia.

El hombre necesita un objetivo, una misión, una motivación en su vida. Necesitamos una razón para la esperanza. A veces esta razón la tenemos clara desde bien pronto, y otras veces no la encontramos hasta bien tarde, pero lo que está claro es que encontrarla no es un juego de azar, sino más bien de profundizar en nosotros mismos e ir poniéndole nombres a todas las mociones del espíritu que van surgiendo.

Aspiremos a la santidad, no como la perfección, sino como la necesaria aspiración al encuentro con Dios en nosotros para así llevarlo a los otros. De este modo no habrá temor a la muerte, sino agradecimiento a la vida. No habrá inquietud al futuro, sino un rico presente. No habrá vergüenzas sino la alegría de la vocación. No habrá tristeza sino simplemente amor.

Encuentro con Dios

¿Cuál es la razón para levantarnos cada día? Muchas personas creen que deben levantarse y hacer y hacer y hacer cosas, pero no por mucho hacer llenamos el auténtico vacío que tiene nuestros corazones. Y es que tanto activismo nos aleja de las cosas más importantes. También los hay que no hacen gran cosa o que sencillamente no pueden, pero al final el vacío es el mismo en unos y otros que lo vinculan al hacer, ya sea mucho o poco.

Ese vacío interior no se llena sino es con el agua que sacamos del pozo de nuestra alma. De algún modo todos hemos experimentado acudir a otras personas buscando consuelo, pero parece que las dosis que nos dan se agotan rápidamente. Hemos intentado buscar esas dosis en aficiones, o en conversaciones con amigos que nos motivaban a seguir adelante, pero igualmente dura un tiempo no más.

La única forma de volver a llenar un pozo no es echando agua desde fuera ya que eso más pronto que tarde se volverá a agotar, sino explorando las consecuencias y arreglando el interior para que el agua que corre no se pierda más. Porque no podemos olvidar que Dios siempre está, siempre, y no es tanto pedirle que nos hable como pedir que aprendamos a escuchar.

Dios está en esa agua del pozo, en ese interior por descubrir, en esa parte de nosotros que nos cuesta afrontar, pero de la que sabemos siempre es fresca y rejuvenecedora. Pero también es un proceso exigente, en el que el hombre ha de aprender a poner el corazón en aquello que es verdaderamente importante, rico. Y sobretodo en aquello que le hace ser más auténtico consigo mismo, y con ello con Dios y sus hermanos.

Pidamos estar a la altura en el compromiso vital, no posponer más conversaciones, opciones, decisiones, etc. Sino agarrar firmemente nuestra vida y santificarnos en ella, y descubrir a Dios en ella de modo que todo nosotros hable de Dios.

A la luz de la Palabra Lc 10, 21-22

Todo el Mundo está a nuestros pies para someterlo (nos recordaba Gn 1,28), a nosotros nos toca entonces aprender a sacarle el mayor partido posible a la creación a nosotros entregada.

Con tal propósito el hombre ha ido, a lo largo de los siglos, intentando exprimir todos los recursos de la tierra. Pero ha olvidado en el proceso, que el mayor recurso es el hombre. A veces ha malinterpretado este recurso y así ha esclavizado a unos y sometido a otros a su voluntad e interés. Hoy el hombre se plantea ante el reto de que en un sistema globalizado puede perder hasta su identidad, o incluso no llegar a descubrirla.

Somos hijos de Dios, y eso hace que descubramos en Él a nuestro Abbá, Padre, y como bien sabemos ningún padre va a negarle el pan a su hijo (Lc 11, 11-13). Por eso, partiendo de la preciosa base de que Jesús está con nosotros cuidándonos y protegiéndonos, hemos de llenarnos de gozo en Él.

La clave de este evangelio sigue siendo ser sencillos como palomas (Mt 10, 16), pues quien poco espera con poco será feliz, y si obtiene mucho será inmensamente feliz. Pero quien espera mucho, acaba no pudiendo disfrutar de la mayoría de las cosas, añadiéndole a ello que además es del todo injusto esperar sin dar. No olvidemos que la medida que usemos la usarán con nosotros (Mt 4, 21-25), y la medida de Cristo es amar sin medida (Bernardo de Claraval), dar sin esperar nada a cambio (Lc 6, 35), en definitiva hacerse todo con todos para ganar a unos pocos (1 Cor 9, 22).

Encontramos en este evangelio una lección de amor por la que el hombre se sabe hijo de Dios, pero descubre en Él un corazón de madre que le anima a mirar a los demás del mismo modo, amando sin límite.

Llevar la oración a la vida

Fue San Agustín quien dijo: “Ama y haz lo que quieras: si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor” (Comentario a la carta de San Juan 7,8).

La Santidad no es más que mostrar al Cristo que vive en mí, por la gracia de los sacramentos somos conscientes que Dios está en nosotros como un centinela en la aurora (Salmo 129), y hemos nosotros de disponernos ante Él no con exigencias, sino con servicio. No podemos olvidar en ningún momento que si Cristo no ha venido a ser servido sino a servir (Mt 20, 28), nosotros no vamos a ser menos que Él a la hora de estar prontos a servir a los demás y a Dios mismo.

La oración y la vida deben permanecer unidos, ambas se alimentan diariamente. Encontramos la santidad en una oración fuerte que reflexiona los errores, descubre los matices, se interroga por los caminos, y anhela amar más cada día a Dios en los hermanos. Al fin y al cabo no podemos olvidar que lo que hacemos a los que nos rodean lo hacemos a Cristo mismo (Mt 25, 40).

Maravilloso regalo el de descubrir en nosotros una riqueza tan enorme como la de sabernos elegidos por Él. Así podremos afrontar grandes retos, riquezas y hermosas perspectivas. Dios es quien lo ha hecho, es un milagro patente (Salmo 117). Y de ese milagro brotará algo nuevo, ¿no lo notáis? (Is 43, 19).

Dispón tu corazón al deseo de que Dios ocupe más lugar en él, pídele incesantemente que todo tú sea Dios en ti. Abre tu alma para que de ese modo tengas la certeza que no hay distancia entre cielo y tierra porque Cristo está contigo. Y no dejes nunca de olvidar que si Dios está contigo, quienes están con Él también lo están. Así aquellos que forman el coro de los santos iluminan cada día tus pasos. ¡Qué mejor motivo para levantarse que el de escuchar el canto de los ángeles!

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