¿Por qué en la Iglesia católica hay tantas órdenes religiosas?

Ante todo, permítaseme reformular la pregunta, que queda en “¿por qué hay tantos institutos religiosos?”. El motivo es que lo que muchas veces se denomina “órdenes” en realidad se divide en órdenes y congregaciones religiosas, con rasgos peculiares y régimen jurídico distinto. Aquí es evidente que se pregunta por el conjunto (órdenes en realidad hay pocas: son muchas más las congregaciones).

Los institutos religiosos, a lo largo de toda la historia de la Iglesia, no han sido fundados por la jerarquía eclesiástica. Es cierto que hay algún caso en el que el fundador ha sido obispo, pero incluso en esos casos la tarea fundacional se ha distinguido de la actividad episcopal como asuntos distintos.

En ningún caso obedece su existencia a un diseño o a un decreto “desde arriba”. Las han fundado personas, santas en su mayoría, que se han sentido depositarias de lo que se denomina un carisma, o sea, una particular gracia destinada no al propio provecho, sino a contribuir al bien común de la Iglesia.

En el caso de un carisma fundacional, esa contribución es la crear una institución que, por medio de la consagración de sus miembros, desarrolla una actividad espiritual y en muchos casos asistencial que redunda en servicio al prójimo y a la Iglesia y sus fieles en general.

¿Cuál es el papel de la jerarquía de la Iglesia? En primer lugar, es de aprobación: debe comprobar que los fines y medios de la institución que se crea sean conformes a su doctrina, buenos y apropiados al fin que se persigue.

Y, en segundo lugar, la jerarquía, como autoridad sobre todos los fieles, vela para que se conserve siempre el espíritu que mueve a la institución. Pero ni funda ni –salvo situaciones excepcionales- gobierna directamente estas instituciones.

Lo antedicho pone de manifiesto dos aspectos importantes. El primero se refiere a los espacios de libertad que hay en la Iglesia católica. Hay una fe, una sola Iglesia encabezada por el Papa y gobernada por él y los obispos, pero dentro de ese marco hay libertad de iniciativa.

La misma pregunta que se formula para los institutos religiosos se puede trasladar a otros tipos de instituciones: asociaciones de fieles, cofradías, etc.

Para la Iglesia toda esta variedad no es un problema, sino más bien un enriquecimiento –la misma variedad supone aportaciones en muchos aspectos-, un signo de libertad y una garantía de la vitalidad que se vive en su seno.

El segundo aspecto se podría resumir con la conocida expresión –evangélica (Jn 3,8)- de que el Espíritu sopla donde quiere. Los carismas proceden en última instancia de quien es el alma y por tanto vivificador de la Iglesia: el Espíritu Santo.

Eso no significa que se trate de un soplo arbitrario: el elenco mismo que se menciona en la pregunta –hay contemplativos, mendicantes, de enseñanza, de atención a enfermos, etc.- ya da a entender que cubren necesidades distintas, y de un modo u otro llegan a distintos tipos de personas.

La Iglesia como tal debe velar para que no haya nada falso que se introduzca bajo el disfraz de un carisma, pero una vez comprobado esto es la propia vitalidad de los diversos institutos la que muestra la actividad del Espíritu Santo.

Si llegara a darse el caso de que alguna sobrara, sería también la providencia divina la que dejara que se extinguiera. Claro está que también la infidelidad humana puede malograr un fruto del Espíritu, pero en ese caso ya se encargaría de que surgieran nuevos focos de vitalidad cristiana, sea como instituto religioso, o tenga otro tipo de configuración.

Fuente:  Julio de la Vega-Hazas  /Aleteia