Reflexión de María en tiempo de Cuaresma

Siempre Adelante ofrece durante esta semana, una serie de meditaciones sobre los personajes bíblicos que estuvieron junto a Jesús en su Pasión, Muerte y Resurrección.

Cada semblanza, vivencia y experiencia ha sido elaborada por distintos colaboradores que han querido, esta última semana de Cuaresma, compartir y acercar al lector no sólo a la oración contemplativa, sino también a la acción de gracias y a la petición, como camino cuaresmal que permita preparar el espíritu para vivir con mayor sensibilidad y disposición la Semana Santa que se avecina, muy distinta a años anteriores.

Se trata de profundos y hermosos textos que se pueden compartir en familia, en torno, inclusive, a la Palabra de Dios, con actitud de oración y reflexión, con el corazón y la mente abiertos a lo que Jesús quiere decir.

Llevo unas cuantas noches soñando intensamente y, cuando me despierto recuerdo todo con gran realismo. Sueño contigo, hijo mío, pero cada día es algo diferente. La otra noche te presentaste en mis sueños como cuando eras un niño, quizás tendrías unos siete u ocho años; yo estaba haciendo pan en la cocina y corriste a abrazarme por detrás, con fuerza y ternura, diciéndome “mamá, qué buena eres, eres la mujer más buena de toda la tierra, te quiero con locura”.

Y yo me daba la vuelta, con mis manos manchadas de harina, te cogía en brazos, y notaba claramente lo mucho que habías crecido, que ya hacía tiempo que no eras mi pequeño, y con la misma fuerza y ternura te correspondía besándote la mejilla y acariciando la espalda: “yo te quiero más, Jesús, eres mi pequeño gran tesoro”. De repente desaparecías y me quedaba apretando el aire inútilmente… y a los pocos minutos me desperté. ¡Qué real fue todo! Me transportó a aquella época tan maravillosa que vivíamos cuando eras niño, en casa no faltaba la comida, porque tu padre hacía bastantes trabajos que le encargaban por entonces, iniciándote ya en el oficio. Pero aunque estabais muy atareados, tú siempre dedicabas tu tiempo libre a ayudarme en casa, contándome tus historias y tus inquietudes, siempre dócil, siempre cariñoso como yo nunca he visto a un niño con su madre, brillándote los ojos cuando compartíamos unas risa juntos tú y yo. Estaba dichosa del hombre en el que te estabas convirtiendo, e intentaba disfrutar de mi pequeño lo máximo posible, aunque después del incidente del templo supe que jamás volverías a ser mi niño pequeño.

¡Cuánto te he amado, Jesús! Lo sabes bien. Y es que cuando te sentí en mi seno, me conmovió la bondad del Señor, su gran bendición sobre mí. Desde que naciste intentamos tu padre y yo darte todo lo necesario, y como eras tan espabilado, fue todo muy fácil. No sé qué hubiera hecho yo sin la ayuda de mi José, siempre a nuestro lado, fiel y protector. Verdaderamente, viviste una niñez muy afortunada. A veces pienso que era la luz que desprendías en el hogar, el amor que nos transmitías, lo que hacía que todo transcurriera con tanta paz y tranquilidad.

En otro sueño, nos transportamos de nuevo a Caná. Bueno, yo no he vuelto a ir después de la boda, pero gracias al sueño podría decir que he vuelto a ir otra vez (jajja risas). Estaba hablando con mi amiga Betzabé, te veía entrar con todos tus amigos a la fiesta, y me daba un vuelco al corazón. Al momento estaba agarrándote del brazo, y en un rincón te preguntaba si no te habías dado cuenta de que se les había acabado el vino a los novios. Besándome en la frente, asentías, y por doquier salían tinajas de agua que se volcaban encima de todos nosotros cayéndonos un torrente de rico vino encima de las túnicas. Menos mal que me desperté, porque tenía la misma sensación de haber acabado empapada en vino. Me dio qué pensar todo el día… ¿Y si no te hubiera pedido nada esa tarde? ¿Y si no hubieras hecho el milagro?, ¿cuál hubiera sido tu primer milagro? Quisiste que así fuera, que
yo, una simple mujer de aldea, te indicara tu primer prodigio, y encima delante de tus amigos y de todas las personas que allí estaban, sirvientes y familia. Se manifestó tu gloria y todos te admiraron. Todos, incluida yo, pero en mi corazón algo te alejó de mí lentamente sin apenas percibirlo en ese momento. Pero ahora que lo pienso, sí siento ese sutil vacío. De sobra sé que no podías quedarte eternamente junto a nosotros. Un hombre debe forjar su propio destino. Pero, además, tú debes aceptar de dónde vienes y lo que el Señor quiere de ti. Al igual que yo di mi Sí con valentía a pesar del miedo, a ti no te queda otra que aceptar la voluntad de nuestro Dios; sabes que lo llevas en la sangre. Y los amigos que van contigo lo
notan, entienden la grandeza que hay dentro de ti.

Han descubierto el gran cambio en sus corazones desde que te siguen. Lo que ocurrió en la boda fue la constatación de que lo que están viviendo es realidad y no sólo producto de su imaginación. Algunos de tus amigos no me transmiten buenas vibraciones, pero tú sabes lo que haces, así que confiaré en ti. ¡La gente te quiere! Y eso me gusta, no me encela. Sólo quiero lo mejor para ti porque soy tu madre. Me queda contarte el último sueño. Este no soy capaz de ponerlo muy en pie, pero es el que más me estremeció. Estaba en la pradera que había al lado de mi casa materna, en Nazaret, y
me estaba haciendo una diadema de flores. Cuando la terminé, miraba con asombro la hermosa guirnalda que había hecho, y al momento empezaron a brotarle espinas por todos lados y se transformaban las preciosas flores en las pequeñas flores rojas del espino que se marchitaban al instante, quedando sólo un amasijo de la planta llena de espinas y de gotas de sangre. Y cuanto más la miraba, más la apretaba con fuerzas hasta hacerme sangrar mis propias manos. Me desperté con las manos doloridas, como entumecidas. No sé por qué apretaba con tanta intención, pero era como si quisiera liberar las flores que había antes de su estúpida transformación y opresión por las espinas. El dolor de las espinas atravesándome las palmas de las manos no me importaba, porque era como si liberara de ese dolor a otro ser, o a otra persona. Como cuando saqué fuerzas de mis entrañas al liberarte del zarzal en el que te caíste; te tropezaste siendo un bebé, y con tal de que no te hicieras mucho daño, empecé a apartar las ramas con mis brazos y manos, arañándome hasta sangrar. En aquel momento no me lo pensé, tenía que liberarte y mil veces más lo haría si puedo cambiar tu dolor por mi dolor.

Estoy asustada, Jesús, ese último sueño me tiene desvelada. ¿Estás bien? Hace tiempo que no sé nada de ti y no sé cómo te encuentras. Siento escalofríos cuando miro por la ventana; tengo una sensación de vacío grande en mi interior y pienso si no debería ir a buscarte ahora mismo estés donde estés. Creo que la corona de espinas es un mal presagio. Se lo he contado a papá, pero no me echa cuenta, “paparruchas de mujer”. Jesús, si estás escuchando mis pensamientos quiero que sepas que TE QUIERO CON LOCURA, eres lo mejor que me ha pasado en la vida, y, aunque no me perteneces, (bien sé que eres de mi Dios), pensar que te ocurriera algo hace que se me rompa el corazón. Hijo mío, mándame una señal, guíame a ti con una estrella fugaz, te prometo que llegaré lo más rápido que mis ya torpes piernas me dejen, y te protegeré con el arma más grande que tengo, MI AMOR. Mi niño pequeño, no quiero que sufras; si tienes que soportar algún dolor, dámelo, que yo lo aceptaré con el mismo buen grado con el que apretaba esa corona de espinas con las palmas de mis manos en el sueño.

Ya cae la tarde, se nublan los cielos, quizás en cuanto me duerma, volveré a soñar. Esta vez espero que sea un lindo sueño. Buenas noches Jesús. Te mando un beso. ¡No olvides nunca cuánto te quiero!

Escrito por Ana Mª Abad Méndez
Revisado y corregido por Marisa Ibáñez Valdés

Post relacionados