… “Tú me negarás tres veces”

Noche cerrada cuando Pedro llega al monte de los olivos, Jesús les dedica unas palabras, pero sinceramente la mente estaba en otro sitio… “tú me negarás tres veces”, no daba crédito. Su corazón compungido y totalmente derrotado no podía pensar en otra cosa. ¿Cómo era posible que le fuera a traicionar? Su maestro se equivocaba, seguro que se equivocaba, se repetía a sí mismo una y otra vez. Pero no dejaba de saber que nunca antes se había equivocado cuando le había dicho cualquier cosa.

Su recuerdo era de la mirada profunda de Jesús cuando se lo decía, mirándole sin acusación, casi con ternura. Al menos él quería buscarle esa ternura en sus ojos, porque pensar en negarle era un dolor insoportable que su alma no aceptaba.

¿Quizás se refería a que volvería a negarle su muerte y sus padecimientos? Sí, eso debía ser, eso sería, eso tenía que ser. Este pensamiento le calmó el alma, tenía que aferrarse a algo porque era imposible sobrellevar esta situación.

Jesús empezó a hablarles y se despertó: ¿es posible que me haya quedado dormido?, se preguntó Pedro. Intentó prestarle atención a Jesús, pero solo percibió que no se durmieran que rezaran. Y de hecho lo intentó, con todas sus fuerzas, pero la lucha interior le había dejado rendido, no podía luchar más contra la necesidad de descanso y, por más que quiso, la tensión le había abandonado al encontrar ese resquicio de consuelo en su alma.

Regresó por segunda vez Jesús y al despertarse se criticó a sí mismo su incapacidad para seguir a su maestro. Entonces volvió la decepción y la tristeza a su alma. ¿Sería esa una de esas negaciones? No, sabía que no podía ser esa, entendía que lo que estaba haciendo era inevitable, su maestro tenía que entenderle, ya se lo explicaría cuando tuviera margen.

Entretenido con estos pensamientos, no se percató de la llegada de un grupo de antorchas desde la distancia. Y para cuando pudo darse cuenta, la mezcla de ira, miedo y rabia se apoderaron de su corazón. ¿Quiénes eran estos, qué querían ahora? Viles cobardes, estos vienen a apresar a mi Maestro, serán… Y llevado por la ira ante la actitud rastrera de quienes aprovechando la noche quisieron apresar a su Mesías, cogió su espada y se lanzó a la defensa de su maestro, con tanto acierto que acabó hiriendo en la oreja al siervo de uno de ellos que sin saber cómo ni porqué acabó en medio de ese tajo que iba dirigido a su señor.

Jesús al ver la actitud de Pedro le riñó y corrigió: “Vuelve la espalda a la vaina. La copa que me ha dado el Padre, ¿no la voy a beber?”

Compungido, soltó la espada que cayó al suelo junto con su alma. Derrotado, así se sentía en ese instante, le había fallado a su Maestro una vez más. No podía con tanto dolor interior, Jesús mientras tanto curó al siervo, pero Pedro no se dio ni cuenta de ese milagro, sino que sumido en sus pensamientos quiso desaparecer, ahogarse en su miseria.

Jesús fue apresado, quienes no habían tenido valentía para hacerlo de día, aprovecharon para volverse héroes de la noche. Atadas sus manos se lo llevaron. Y Pedro aún paralizado por todo lo sucedido, no pudo más que seguirles.

Como alma en pena, fue detrás del séquito de carceleros. Junto a Pedro iba otro discípulo, pero ambos no podían intercambiar impresiones, sencillamente silencios dolorosos que dejaban a la vista la herida abierta ante la expectativa de que fuera cierto lo que tantas veces le había dicho su Maestro.

Llegaron a la casa del Sumo Sacerdote, y Pedro andaba entregado a sus pensamientos. Le corroía por dentro haber fallado a Jesús cortando la oreja de Malco, pero aún le había dolido más el sentirse reprobado, porque había vuelto a fallar a su Señor. No entendía cómo le costaba tanto cambiar ese tono suyo de corrección que rozaba la soberbia a veces. Estando en esas miserias, en el diálogo con su propia conciencia, Pedro se enfrentó sin esperarlo a su primer dilema, la portera le hizo un ademán de que se parase y sin previo aviso le espetó sin margen para pensar: “¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?” a lo que Pedro afirmó: “no lo soy”.

Primera negación, y toda su mente solo repetía una pregunta: ¿Cómo podía haberlo hecho? Sin darse cuenta, sin percatarse, sin más, sencillamente sin más, ¡lo había negado! Si le parecía duro el sentimiento de haber visto a su maestro ser apresado y no haber hecho nada, ahora se enfrentaba a la realidad, ¿Cómo es posible? ¡Lo he negado!

Intentaba hacerse a la idea de lo que acababa de hacer, y derrotado como estaba buscó el primer rincón donde esconderse de su propia vergüenza. Junto a unas brasas había un grupo de personas, siervos y guardias, y sin pensarlo mucho se fue allí movido por el deseo de pasar lo más desapercibido posible. Quizás eso era lo más fácil, se decía, si estaba entre más gente que no si se quedaba aislado en ese patio de entrada.

Entró en cierto calor ante el fuego de esa lumbre, pero sumido en las tinieblas de su propia traición, dándole vueltas una y otra vez sin fin a lo que acababa de hacer, atormentado por la rapidez de los acontecimientos. Tan concentrado estaba que no se percató de cómo alguno de los que le rodeaban murmuraban en su contra. Hasta que uno de los guardias, más envalentonado, preguntó: “¿No eres tú también de sus discípulos?” a lo que él volvió a negar “No lo soy”. Y sin tiempo para pensar en su segunda negación le sucedió un siervo de entre los que le rodeaban que también le espetó: “¿No te vi yo en el huerto con él?” a lo que Pedro volvió a negar con mayor rotundidad al sentirse preso de sus palabras y buscando espantar no solo ese interrogatorio, sino su propia vergüenza. Esa última negación no era tanto a los interrogadores celosos, más bien era a él mismo, negándose con ello la soberbia con que en un primer momento pensó que eso nunca lo iba a hacer.

Entonces, escuchó el gallo cantar, y mientras los demás comentaban el nuevo día, Pedro mantenía su particular máscara delante de los que le rodeaban, y por dentro veía cómo toda su alma se desmoronaba. Esas lágrimas interiores, reflejaban la más dura derrota que había podido sentir nunca. Si alguien le hubiera puesto tan solo un dedo en su hombro para mostrarle algo de afecto, se habría desmoronado. La roca más dura, aquella que debía soportar la Iglesia, no se soportaba ni a sí mismo. No podía mantenerse ni en pie sola, había sido destruida toda su solidez, en una sola noche, en un solo rato, en unos instantes de dudas. Aunque sinceramente, estos solo eran reflejo de todos los reproches que hasta ese momentos e había dedicado a él mismo, y que de repente florecían todos de golpe, mostrándole qué poco era. Y qué error más grande había tenido al pensar que era el más importante de entre todos.

Con sus miserias, su dolor y su tristeza, escuchó las palabras de sus compañeros de lumbre. Ahora esos que había calificado de cobardes eran sus compañeros, se sentía así, igual a esos que había visto con rabia y rencor. Pero sin fuerzas.

Su Maestro sería llevado a Pilatos, donde esperaban obtener el permiso para crucificarlo. Ese era el momento para quitarse de en medio, poco podía hacer más y bastante tenía con soportarse a sí mismo. La carga que llevaban sus hombros, estaba siendo insoportable. Se confortó pensando que responsablemente debía informar al resto. Intuía que estarían en Betania, así que se puso en camino, con la lentitud propia de quien lleva consigo el peso de la traición.

Llegar a Betania fue un sufrimiento, la primera idea le pareció buena, pero ahora se daba cuenta que tendría que informarles de lo que había visto, y no dejaba de preguntarse qué diría cuando sus hermanos le preguntasen, y sobretodo qué diría cuando fuese María la que le interrogase.

Ese pensamiento sobre María le hizo tomar aire antes de entrar en la casa. El silencio de las calles era más ensordecedor que nunca, parecía como si todo el universo estuviera mirándole expectantes a cómo iba a narrar lo que había ocurrido.

Llamó a la puerta para que le abrieran y tal y como cruzó el umbral su rostro se fue transformando en una fuente de lágrimas. Ver a María le hizo romperse del todo y solo pudo abrazarse a su pecho desconsolado ante su propia traición.

Tardó un poco en romper a contarles, pero todo comenzó pidiéndole perdón a María. Y ahí, una vez más ella, que había sido madre de todos durante este tiempo le consoló con un sencillo: “no te preocupes, me imagino todo lo que ha pasado, quédate tranquilo”. Pedro no dejaba de pensar que María no entendía la profundidad de su dolor a causa de la traición, pero mirarle a los ojos le permitió descubrir que ella lo sabía todo. Una ola de amor inundó todo su corazón con esa mirada, se sintió comprendido, descubrió paz, encontró la misericordia que tantas veces había visto en su maestro cuando le había fallado o había entendido mal las cosas. Digna madre para tan digno hijo.

Así pudo narrarles todo lo que había escuchado y visto. Les explicó cómo lo llevaban a Pilatos y cómo daban por segura su muerte. Los discípulos no tenían mucha capacidad para hacer preguntas, el dolor les sumía a todos desde que vieron cómo lo apresaban. Confiaban que no llegaran a tanto, pero tras el relato de Pedro entendieron que poco había que confiar del sumo sacerdote y del grupo de secuaces y cómplices.

María con la mayor de las enterezas dispuso algunas cosas, organizó la casa y les dijo que iría a ver qué estaba ocurriendo. Algún discípulo intentó persuadirla pero ella le dio el argumento razonable de que a ella nadie le iba a decir nada. Se le unieron las otras marías, y finalmente Juan la miró pidiéndole que le permitiese ir con ellas. A lo que María con todo el cariño de una madre no pudo negarse.

De este modo Pedro vio irse a este grupo, con el deseo más profundo de acompañarles y de mostrarle a Jesús todo el cariño que le tenía y cuanto sentía esas negaciones. Aunque en el corazón, había visto en los ojos de María el reflejo de su Maestro perdonándole.