El silencio como virtud y su antagónico

Una mala costumbre que pone de relieve falta de educación, puede que inmadurez, pereza y algunos temores induce a incumplir la palabra dada, a dejar en el aire respuestas que debieran darse al menos por elemental cortesía. Porque es frecuente apelar al silencio para no dar explicaciones cuando se ha establecido un compromiso. Y llama especialmente la atención que tal conducta provenga de personas tan aferradas al móvil que lo han convertido como un apéndice de sus manos. Jóvenes, por lo general, aunque también hay adultos que tienen este comportamiento, a los que no les importa hacer perder el tiempo a los demás. Incluso siendo ellos mismos quienes han dicho querer vincularse a alguna buena acción.

Por descontado en ese silencio no hay virtud; todo lo contrario. ¿Se les puede achacar lo que decía Unamuno: “Tu desconfianza me inquieta y tu silencio me ofende”? En términos racionales, sí. En los evangélicos, no. Porque basta que una persona muestre su flaqueza, poniéndose ella misma en evidencia, para que un apóstol, y deberíamos serlo todos los bautizados, busque la forma de ayudarla a crecer. No puede quedarse en la ofensa, por más que le moleste esa manera de proceder. Ha de ser la aflicción quien mueva su voluntad para no darse por vencido, o bien considerar que no merece la pena confiar en los demás cerrando las puertas a una conversión, que es, como sabemos, el cambio que cada uno hemos de realizar en aquello que nos compete.

Hay que buscar siempre la restauración del otro mostrando respeto frente a la desconsideración y mantener abierta la vía del diálogo porque estamos de acuerdo con André Maurois al decir que “las palabras acercan” y “los silencios destruyen”. ¿Quién nos dice que en algún momento no puede recapacitar? Además, quien no se da por ofendido no tiene nada que reprochar; es verdaderamente libre.

Pero desde luego, ese silencio del que huye por las razones que sean para no dar explicaciones cuando es tan fácil decir “no me interesa” a lo que no se desea hacer porque se ha cambiado de opinión, por ejemplo, no augura nada bueno, ni deja un poso amable en los demás. Es un silencio huero y absurdo; incluso, atronador. Por algo manifestaba Miles Davis que es “el ruido más fuerte, quizás el más fuerte de los ruidos”. Empequeñece a quien se escuda tras él.

El silencio sirve únicamente cuando se trata de la virtud. Y Cristo da ejemplo de ello en el Evangelio. Los santos han seguido la estela que Él dejó abierta. En el texto sagrado se nos advierte de los peligros de la lengua, del juicio que merecerán todas nuestras palabras. Y realmente, ¡cuántas palabras vanas pronunciamos! ¡Cuánto cuesta no quejarse, criticar a los demás, censurar lo que otros hacen! ¡Qué difícil es no justificarse! Incluso aunque sepamos que hemos incurrido en error, una tendencia generalizada es negar los hechos o guardar en el interior la molestia por la observación que nos hayan hecho. El silencio virtuoso es sumamente enriquecedor, fecundo, realza a quien lo practica, muestra su temple y valor además de su sentido del honor y buen gusto, como todo lo que tiene que ver con la caridad. San Arsenio, humildemente confesaba: “Muchas veces he tenido que arrepentirme de haber hablado, pero nunca me he arrepentido de haber guardado silencio”. Si nos encontramos con personas que nos han dejado plantadas, dicho vulgarmente, haremos bien en ser pacientes y compasivos. Nunca el reproche porque “el silencio es el único amigo que jamás traiciona” (Confucio), aunque conviene hacer recapacitar al que así procede para que tales faltas de delicadeza cesen en aras del bien común y del propio.

Isabel Orellana Vilches