¿La voluntad de Dios o la mía?

A veces se reza el Padrenuestro sin tener en cuenta que en él nos disponemos a cumplir la voluntad divina, voluntad que reclamamos en la oración de forma expresa con el imperativo: «hágase». Cristo, consciente de nuestras flaquezas, introdujo en ella la súplica final pidiendo al Padre que nos libere de las tentaciones, esto es, del mal que nos acecha a cada paso. La ligereza al recitarlo se pone de relieve especialmente cuando las circunstancias adversas llegan a la vida provocadas por problemas sociales, familiares, personales, económicos, de salud…, contratiempos diversos inesperados y que a veces se viven como una catástrofe en toda regla; frecuentemente se culpa a Dios por ellos aun cuando existe una responsabilidad personal sobre los mismos. En todo caso, son hechos que de tener presente que somos nosotros quienes nos hemos ofrecido para acoger la voluntad de Dios en nuestra vida no serían tan gravosos porque de ellos se extraerían grandes lecciones; ayudarían a madurar asentando también los pilares de la fe.

Porque esa expresión con la que nos disponemos para acoger la voluntad divina lleva consigo el compromiso, la determinación a desprenderse de aquello que el Padre determine. Y aquí está el quid de la cuestión. Al mostrar tal disponibilidad se renuncia a elegir lo que se va a entregar. Queda en sus manos. Cumplir Su voluntad es un ejercicio cotidiano que tiene sus matices. No se pide algo extraordinario. Cristo habla de la fidelidad en lo poco. En ello se encierran las pequeñas renuncias a gustos, deseos, razones, expectativas, planes…, pero también a dejar a un lado la autojustificación, buscar seguridades, culpar a otros de las propias desdichas, que no siempre son tales… Todo para enmascarar lo que realmente se persigue, que es la tranquilidad y no tener problemas, postergando el esfuerzo que ha de realizarse sin escudarse en esa palabra mal traída tantas veces: «Lo que Dios quiera».

Dios quiere que seamos santos. Todos, sin excepción. Y en ese itinerario no hay más que luchar contra el egoísmo. Si lo que se persigue es ser feliz uno mismo y no tanto que lo sean los demás, no se está cumpliendo la voluntad de Dios, sino la propia. Quienes se desprenden de los problemas a los que se hallaron atados encontraron su libertad. Pero hay personas a las que no les interesa afrontar sus dificultades en el día a día. Son otros los que han de ofrendarse; los que sufran desaires y atropellos, los que han de tener paciencia y fortaleza.

Es madura la persona que se enfrenta a los contratiempos y es religiosa quien lo hace abrazándose a la cruz. Pero, ¡cuántas veces no se es motor para los demás sino freno! ¡Cuántas veces impedimos que otros sean pantalla para nuestras vidas! Porque con su conducta, buena o no tanto, nos «ayudan» a practicar las virtudes. El comportamiento ajeno suele exigir constantes esfuerzos. La convivencia es una gran escuela para poner en práctica el Evangelio, algo que no posee quien elige vivir solo; no tiene que entregar nada. Y no es lo mismo ofrendar que aguantar. Aguantar habla de sufrimiento, de tensiones, de un cierto calvario. Pero en la ofrenda solo cabe el amor; se ejerce en una libertad que Dios respeta. Hay en ella una alegría que no es de este mundo.

Se dirime fácilmente qué camino debe tomarse cuando lo que habría que aguantar es intolerable porque se ejerce violencia, por ejemplo, en cuyo caso hay que tomar las medidas oportunas y no hay nada que ofrendar. Pero cuando en el interior impera el egoísmo, y cada cual sabe que es así confrontando su vida con el Evangelio, entonces no cabe otra vía que la ofrenda. Y eso es cumplir la voluntad de Dios y no la propia.

Isabel Orellana Vilches