Lunes de la 2ª semana de Adviento (B)

Lectura del santo Evangelio según san Marcos (5, 17-26)

Un día estaba él enseñando, y estaban sentados unos fariseos y maestros de la ley, venidos de todas las aldeas de Galilea, Judea y Jerusalén. Y el poder del Señor estaba con él para realizar curaciones. En esto, llegaron unos hombres que traían en una camilla a un hombre paralítico y trataban de introducirlo y colocarlo delante de él. No encontrando por donde introducirlo a causa del gentío, subieron a la azotea, lo descolgaron con la camilla a través de las tejas, y lo pusieron en medio, delante de Jesús. Él, viendo la fe de ellos, dijo: «Hombre, tus pecados están perdonados». Entonces se pusieron a pensar los escribas y los fariseos: «¿Quién es este que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados sino solo Dios?». Pero Jesús, conociendo sus pensamientos, respondió y les dijo: «¿Qué estáis pensando en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil: decir “tus pecados están perdonados”, o decir “levántate y anda”? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar pecados -dijo al paralítico-: “A ti te lo digo, ponte en pie, toma tu camilla, vete a tu casa”». Y, al punto, levantándose a la vista de ellos, tomó la camilla donde había estado tendido y se marchó a su casa dando gloria a Dios. El asombro se apoderó de todos y daban gloria a Dios. Y, llenos de temor, decían: «Hoy hemos visto maravillas».

Hoy hemos visto maravillas

Y nosotros, también. Sí, el Señor hace maravillas a diario. Sólo hace falta verlas con la misma confianza profética que se desliza en el hermoso texto de Isaías que acompaña a este Evangelio como primera lectura de la jornada. Hace maravillas y no las percibimos, porque nos falta fe. También los contemporáneos de Jesús deseaban ver esas maravillas, por eso se quedan sorprendidos con que la primera palabra del Señor tras la peripecia para descolgar la camilla desde el techo y la rocambolesca irrupción del paralítico en mitad de la asamblea sea de perdón. Nosotros también querríamos ver maravillas a diario: que una intervención divina acabara de golpe con las guerras que nos afligen, que aboliera la enfermedad, que repartiera el pan de cada día a los pobres… sin darnos cuenta de que el perdón de los pecados -cada uno, el suyo, personal e intransferible- es el mayor prodigio con que nos vamos a topar hoy. Y que ese perdón de nuestras iniquidades (al nivel que sean) es el único camino para contemplar las maravillas del Señor con los ojos de la fe, de la que estamos tan escasos. ¿Qué es más fácil, que se acaben las guerras pero no sólo las que se libran con armas y cañones o que se nos perdonen nuestros pecados y nos convirtamos? Hasta entonces, también nosotros estamos postrados en la camilla de la materialidad sin dejar que el Espíritu actúe como quiera y cuando quiera.

 

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