Jueves de la 28º semana del Tiempo Ordinario (A)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas (11, 47-54)

¡Ay de vosotros, que edificáis mausoleos a los profetas, a quienes mataron vuestros padres! Así sois testigos de lo que hicieron vuestros padres, y lo aprobáis; porque ellos los mataron y vosotros les edificáis mausoleos. Por eso dijo la Sabiduría de Dios: “Les enviaré profetas y apóstoles: a algunos de ellos los matarán y perseguirán”; y así a esta generación se le pedirá cuenta de la sangre de todos los profetas derramada desde la creación del mundo; desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, que pereció entre el altar y el santuario. Sí, os digo: se le pedirá cuenta a esta generación. ¡Ay de vosotros, maestros de la ley, que os habéis apoderado de la llave de la ciencia: vosotros no habéis entrado y a los que intentaban entrar se lo habéis impedido!».

Al salir de allí, los escribas y fariseos empezaron a acosarlo implacablemente y a tirarle de la lengua con muchas preguntas capciosas, tendiéndole trampas para cazarlo con alguna palabra de su boca.

Se le pedirá cuenta de la sangre de los profetas, desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías

Comentario

El nuevo forcejeo dialéctico de Jesús con los maestros de la ley revela la condición humana, rastreable en la conducta de sus coetáneos como en la de quienes los precedieron: el mal que anida en el hombre aflora en cualquier situación. Eso mismo nos lo recuerda San Pablo en la carta a los romanos, donde resalta el valor de la fe para alcanzar la salvación. Jesús se muestra especialmente incisivo con los doctores de la ley mosaica, código de conducta provisto por Yahvé para que su pueblo permaneciera fiel en la obediencia: ni entran ni dejan entrar, se apropian de la llave esgrimiendo una sabiduría del mundo que nada tiene que ver con la sabiduría del amor que el Padre expresa en cada acto. A cada generación se le exigirá cuenta de qué hizo con el anuncio que Dios ha hecho llegar a través de los profetas y en última instancia, de Jesucristo. Ay de los que endurecen los oídos para no escuchar. Pero ay, sobre todo, de los que endurecen el corazón para no amar. 

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