Yo soy el Señor, tu Dios. Audiencia del día 27 de junio de 2018

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Esta audiencia será como la del miércoles pasado. En el Aula Pablo VI hay tantos enfermos  para que estén mejor, para que estuvieran más cómodos. Pero seguirán la audiencia con la pantalla gigante y también ellos con nosotros; es decir no hay dos audiencias. Hay una sola. Saludemos a los enfermos del Aula Pablo VI. Y sigamos hablando de los mandamientos que, como dijimos, más que mandamientos son las palabras de Dios a su pueblo para que camine bien: palabras amorosas de un Padre.

Las diez Palabras empiezan así: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre” (Ex 20: 2). Este comienzo sonaría extraño con las leyes verdaderas y propias que siguen. Pero no es así.

¿Por qué esta proclamación que Dios hace de sí mismo y de la liberación? Porque se llega al Monte Sinaí después de atravesar el Mar Rojo: el Dios de Israel primero salva, luego pide confianza. [1] Es decir: el Decálogo comienza con la generosidad de Dios. Dios no pide nunca sin haber dado antes. Nunca. Primero salva, después da, luego pide. Así es nuestro Padre, Dios bueno.

Y entendemos la importancia de la primera declaración: “Yo soy el Señor tu Dios”. Hay un posesivo, hay una relación, una pertenencia mutua. Dios no es un extraño: es tu Dios. [2] Esto ilumina todo el Decálogo y también revela el secreto de la acción cristiana, porque es la misma actitud de Jesús que dice: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros” (Jn 15, 9). Cristo es el amado del Padre y nos ama con ese amor. Él no comienza desde sí mismo, sino desde el Padre. A menudo nuestras obras fracasan porque partimos de nosotros mismos y no de la gratitud. Y quién empieza por sí mismo: ¿Dónde llega? ¡Llega a sí mismo! Es incapaz de hacer camino, vuelve a sí mismo. Es precisamente esa actitud egoísta que la gente bromeando dice: “Esa persona es yo, mí, me, conmigo”. Sale de sí mismo y vuelve a sí mismo.

La vida cristiana es, ante todo, la respuesta agradecida a un Padre generoso. Los cristianos que solo siguen “deberes” denotan que no tienen una experiencia personal de ese Dios que es “nuestro”.  Yo debo hacer esto, eso y lo otro… Solamente deberes. ¡Pero te falta algo! ¿Cuál es el fundamento de este deber? El fundamento de este deber es el amor de Dios Padre, que primero da y luego manda. Anteponer la ley a la relación no ayuda al camino de la fe. ¿Cómo puede un joven desear ser cristiano, si partimos de obligaciones, compromisos, coherencias y no de la liberación? ¡Pero ser cristiano es un camino de liberación! Los mandamientos te liberan de tu egoísmo y te liberan porque el amor de Dios te lleva hacia delante. La formación cristiana no se basa en la fuerza de voluntad, sino en la aceptación de la salvación, en dejarse amar: primero el Mar Rojo, luego el Monte Sinaí. Primero la salvación: Dios salva a su pueblo en el Mar Rojo, después en el Sinaí le dice lo que tiene que hacer. Pero ese pueblo sabe que hace esas cosas porque ha sido salvado por un Padre que lo ama.

La gratitud es un rasgo característico del corazón visitado por el Espíritu Santo; para obedecer a Dios, primero debemos recordar sus beneficios. San Basilio dice: “Quien no deja que esos beneficios caigan en el olvido, está orientado hacia la buena virtud y hacia toda obra de la justicia” (Reglas breves, 56). ¿A dónde nos lleva todo esto? A ejercitar la memoria: [3] ¡Cuántas cosas bellas ha hecho Dios por cada uno de nosotros! ¡Qué generoso es nuestro Padre Celestial! Ahora me gustaría proponeros un pequeño ejercicio: que cada uno, en silencio, responda para sí. ¿Cuántas cosas hermosas ha hecho Dios por mí? Esta es la pregunta. En silencio cada uno de nosotros responda. ¿Cuántas cosas hermosas ha hecho Dios por mí? Y esta es la liberación de Dios. Dios hace tantas cosas bellas y nos libera.

Y sin embargo, alguno puede sentir que aún no ha tenido una verdadera experiencia de la liberación de Dios. Puede suceder. Podría ser que uno mire en su interno y encuentre solo sentido del deber, una espiritualidad de siervos y no de hijos. ¿Qué hacer en este caso? Lo que hizo el pueblo elegido. Dice el libro del Éxodo: “Los israelitas, gimiendo bajo la servidumbre, clamaron, y su clamor que brotaba del fondo de su esclavitud, subió a Dios. Oyó Dios sus gemidos y acordóse Dios de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob… Y miró Dios a los hijos de Israel y conoció”(Ex 2,23-25). Dios piensa en mí.

La acción liberadora de Dios al comienzo del Decálogo – es decir, de los Mandamientos- es la respuesta a este lamento. No nos salvamos solos, pero de nosotros puede salir un grito de ayuda: “Señor, sálvame, Señor enséñame el camino, Señor, acaríciame, Señor, dame un poco de alegría”. Esto es un grito que pide ayuda. Esto depende de nosotros: pedir que nos liberen del egoísmo, del pecado, de las cadenas de la esclavitud. Este grito es importante, es oración, es conciencia de lo que todavía está oprimido y no liberado en nosotros. Hay tantas cosas que no han sido liberadas en nuestra alma, “Sálvame, ayúdame, libérame”. Esta es una hermosa oración al Señor. Dios espera ese grito porque puede y quiere romper nuestras cadenas; Dios no nos ha llamado a la vida para estar oprimido, sino para ser libres y vivir con gratitud, obedeciendo con alegría a Aquel que nos ha dado tanto, infinitamente más de lo que nosotros podremos darle. Es hermoso esto ¡Que Dios sea siempre bendito por todo lo que ha hecho, lo que hace y lo que hará en nosotros!

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[1] En la tradición rabínica hay un texto iluminador sobre el tema: “¿Por qué las diez palabras no fueron proclamadas al comienzo de la Torá? […] ¿Con qué se puede comparar? A un hombre que, asumiendo el gobierno de una ciudad, preguntó a los habitantes: “¿Puedo reinar sobre vosotros?”. Pero ellos respondieron: “¿Qué bien nos has hecho para que pretendas reinar sobre nosotros?”. Entonces, ¿qué hizo? Les construyó muros defensivos y un canal para abastecer a la ciudad con agua; luego combatió guerras por ellos. Y cuando volvió a preguntar: “¿Puedo reinar sobre vosotros?”, le respondieron: “Sí, sí”. Así  el Lugar sacó a Israel de Egipto, dividió el mar por ellos, hizo bajar sobre ellos el maná y subir el agua del pozo, les llevó codornices y finalmente luchó por ellos en la guerra contra Amaleq. Y cuando les preguntó: “¿Puedo reinar sobre vosotros?”, respondieron: “Sí, sí” “(El don de la Torá Comentario sobre el decálogo de Ex 20 en Mekilta R. Ishamael, Roma 1982, p 49.)

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[2] Cf. Benedicto XVI, Lett. Enc. Deus caritas est, 17: ” La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío. Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría”

[3] Ver Homilía en la Misa en S. Marta, 7 de octubre de 2014: “[¿Qué significa rezar?] Es recordar ante Dios nuestra historia. Porque nuestra historia [es] la historia de su amor por nosotros ». Cf. Dichos y hechos de los padres del desierto Milán 1975, p. 71: “El olvido es la raíz de todo mal”.

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