¿Cómo supero la muerte de un familiar?

El 1 de noviembre, celebramos la fiesta de Todos los Santos y, un día después, la conmemoración de Todos los Fieles Difuntos. En realidad, dedicamos prácticamente todo el mes de noviembre a los difuntos. El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que “la Iglesia peregrina, desde los primeros tiempos del cristianismo, honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció sufragios por ellos». Todos sabemos la teoría y todos la tendremos que poner  en práctica al enfrentarnos al fallecimiento de una persona cercana y; aun con fe, aun sabiendo que esa despedida es un «hasta pronto», surgen las dudas y preguntas. Olga Mathus, comunicadora católica, ha perdido  a un familiar muy querido y ante este fallecimiento reflexiona sobre la pérdida, sobre lo que no se hizo y se pudo hacer, sobre si las cosas hubieran podido ser distintas aunque la muerte fuese inevitable…

Hace un año y medio que comencé a hacerme, cada día, una pregunta: «¿Qué hubiera pasado si…?». Este interrogante surgió a raíz de que perdí a mi ángel en la tierra, a mi abuelo, que se había convertido para mí en un padre. Por circunstancias de la vida, entre ellas por encontrarme  a miles de kilómetros de distancia de mi país, no pude asistir a su funeral, por lo que todo tipo de preguntas acudían a mi mente. ¿y si yo no hubiera viajado? ¿y si yo hubiera podido acompañarlo? ¿y si yo…? ¿y si yo…?…

No pretendo dar lecciones de  superación, de pasar el duelo, de recordar sin dolor, de evitar llorar, de evitar recuerdos, de ver la vida diferente… A mí me las han dado y las agradezco de corazón, pues en ellas encontré no solo palabras bonitas sino personas cercanas, pendientes de mí, involucradas no sólo en lo bueno  de mi vida sino en lo no tan bueno.

Con esta reflexión pretendo compartir cómo he pasado de ver la muerte de mi padre como una situación difícil a una situación llevadera, que poco a poco he sido capaz de normalizar de la mano de Dios.

Él era una persona muy especial, sobre todo conmigo. Recuerdo que cada 4 de diciembre empezaban los preparativos de mi cumpleaños. Él buscaba en un casete la canción de Feliz Cumpleaños de Pedro Infante (cantante mexicano), elaboraba tarjetas de felicitación; me miraba con nostalgia conforme iba creciendo al verme ya mayor, y no tan niña… Lo preparaba todo un día antes junto a mi madre y a mi abuela. Ya el día 5 de diciembre a las 5 de la mañana empezaba a sonar la música y junto a ella su voz inconfundible: «Felicidades hijita». Un abrazo fuerte cargado de mucho amor, su beso tímido en la cabeza y su voz sollozante y entrecortada acompañando la canción.

Y como este, muchos recuerdos más, todos bonitos. Aún grabo en mi memoria cada palabra que me dijo cuando me dio su bendición al  salir de mi país en 2016. Y en  menos de un año, todo aquello que habíamos vivido, todo aquello que nos unía, todo aquello que nos llenaba el corazón, todo nuestro amor… desapareció físicamente. ¿Cómo olvidar y sepultar los recuerdos que atesoramos? ¿Cómo evitar ese dolor? ¿Cómo separarse físicamente de esa persona que nos hace sentir especial?  ¿Cómo decir ‘hasta pronto’? Todo es muy difícil.

El «hubiera» fue durante un tiempo mi principal enemigo, hasta que un día, frente al Sagrario, después de una semana de haber perdido a mi padre físicamente, Dios se manifestó. Yo buscaba alivio a mi dolor y motivación y aliento para mi madre, y entonces Dios me hizo ver que podía nutrir mi vida y mi situación de su oasis, de su Palabra. Buscando contenido en Internet conocí a San Agustín de Hipona,  maestro de caridad, de humildad, de oración, de fe. Una persona sedienta de Dios. Ya había oído hablar de él, pero no lo conocía. Y Dios me llevó a que lo encontrara especialmente en este texto que reconforta mi corazón y quisiera compartir:

La muerte no es el final de San Agustín de Hipona
La muerte no es nada, sólo he pasado a la habitación de al lado.
Yo soy yo, vosotros sois vosotros.
Lo que somos unos para los otros seguimos siéndolo.
Dadme el nombre que siempre me habéis dado. Hablad de mí como siempre lo habéis hecho. No uséis un tono diferente.
No toméis un aire solemne y triste.
Seguid riendo de lo que nos hacía reír juntos. Rezad, sonreíd, pensad en mí.
Que mi nombre sea pronunciado como siempre lo ha sido, sin énfasis de ninguna clase, sin señal de sombra.
La vida es lo que siempre ha sido. El hilo no se ha cortado.
¿Por qué estaría yo fuera de vuestra mente? ¿Simplemente porque estoy fuera de vuestra vista?
Os espero; No estoy lejos, sólo al otro lado del camino.
¿Veis? Todo está bien.
No lloréis si me amabais. ¡Si conocierais el don de Dios y lo que es el Cielo! ¡Si pudierais oír el cántico de los Ángeles y verme en medio de ellos! ¡Si pudierais ver con vuestros ojos los horizontes, los campos eternos y los nuevos senderos que atravieso! ¡Si por un instante pudierais contemplar como yo la belleza ante la cual todas las bellezas palidecen! Creedme: cuando la muerte venga a romper vuestras ligaduras como ha roto las que a mí me encadenaban y, cuando un día que Dios ha fijado y conoce, vuestra alma venga a este Cielo en el que os ha precedido la mía, ese día volveréis a ver a aquel que os amaba y que siempre os ama, y encontraréis su corazón con todas sus ternuras purificadas. Volveréis a verme, pero transfigurado y feliz, no ya esperando la muerte, sino avanzando con vosotros por los senderos nuevos de la Luz y de la Vida, bebiendo con embriaguez a los pies de Dios un néctar del cual nadie se saciará jamás.

Después de leer y meditar esta oración una y otra vez comprendo el plan de Dios para mi padre y para mí. Dios tocó mi corazón y consoló mi alma inquieta por tal suceso; me queda solamente decirle a Él: “Aquí estoy, Señor, que se haga tu voluntad”.

Olga Mathus. Comunicadora católica.

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