Sábado de la 3ª semana de Cuaresma (B)

Lectura del santo Evangelio según Lucas (18, 9-14)

Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».

Comentario

«Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido»

Jesús dirige esta parábola a aquellos que se tenían por justos, que podría ser aceptable como cuando Job exponía su inocencia y su justicia, pero hay dos notas que los diferencian de éste porque a los que Jesús se dirige «se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás».

Nuestro Dios es un Dios que se abaja, se despoja de todo, se humilla haciéndose hombre, naciendo en condiciones lamentables y muriendo en una cruz. Por tanto, sólo con un corazón verdaderamente humilde se puede entender a Dios y acoger a Jesucristo. Confiar en uno mismo es verse abocado a la frustración porque somos débiles y vulnerables, mientras que será «dichoso quien confía en el Señor» (Sal 40,5).

Despreciar a los demás es expresión de orgullo y soberbia, creerse más y mejor que los demás como si se fuese de otro barro. El fariseo que muestra esa actitud tan prepotente, incluso hasta en su expresión corporal rezando erguido, baja del Templo tal como entró. El publicano que expresa ante Dios su pequeñez, pide perdón por sus culpas, golpeándose el pecho; y se muestra humilde ante Dios, situándose al fondo y sin atreverse a levantar los ojos al cielo, bajó a su casa justificado.

Continuemos nuestro itinerario cuaresmal pidiendo al Señor el don de la humildad, reconociendo nuestra pequeñez, poniendo sólo en Él nuestra seguridad y dejándonos inundar de su misericordia para ser misericordiosos. 

 

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