Lunes de la 15ª semana del Tiempo Ordinario (A)

Lectura del santo evangelio según San Mateo (10, 34-11, 1)

«No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz: no he venido a sembrar paz, sino espada. He venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; los enemigos de cada uno serán los de su propia casa. El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará. El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá recompensa de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá recompensa de justo.

El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños, solo porque es mi discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa».

Cuando Jesús acabó de dar instrucciones a sus doce discípulos, partió de allí para enseñar y proclamar en sus ciudades.

Comentario

El que pierda su vida por mí, la encontrará

Jesús bosqueja aquí la radicalidad del estilo de vida del discípulo misionero. Es radical, porque surge de la raíz. De esa raíz que no se ve pero que nos sostiene en nuestra historia, con todos sus avatares, sus ramas frondosas y cargadas de frutos pero también sus ramas podridas que crujen como los pecados que han jalonado nuestra existencia. Esa raíz de la que parte todo es el amor. Pero no el amor del discípulo por el Maestro, ese amor llega después del primero, que es el amor de Dios derramado en nuestros corazones. Y a ese amor radical, ¿con qué solemos responder nosotros? Con una religiosidad de puertas afuera, con un culto de semana en semana, con un rito de año en año, pero el amor de Dios no está quemando nuestra vida entera. Y la conciencia de esa exigencia radical en responder a ese amor paternomaternal deparará complicaciones, enemistades, incomprensiones: en nuestro tiempo, no hay desprecio más grande que el que el mundo siente por los santos, por los que se santifican, por los que se esfuerzan en devolver amor con amor. Ellos están poniendo en entredicho las verdades de este mundo y eso -sea padre, suegra o hermano- es demasiado radical. Pero Jesús quiere que sus discípulos misioneros no se queden a medias porque el amor de Dios, desde luego, no se queda nunca a medias.

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