Miércoles de la III semana de Pascua (B)

Lectura del santo Evangelio según san Juan( 6, 35-40)

Jesús les contestó: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás; pero, como os he dicho, me habéis visto y no creéis. Todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré afuera, porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día. Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día».

Esta es la voluntad del Padre: que todo el que ve al Hijo tenga vida eterna.

El diálogo se va transformando, poco a poco, en una disertación de Jesús sobre el carácter extraordinario que tiene el Pan de Vida. Son muchas las coincidencias con el maná del desierto: es cotidiano, cada uno tiene que recoger su ración diaria, no puede guardarse sino que hay que consumirlo de inmediato, sacia el hambre, cae del cielo por gracia divina con su pueblo… pero Jesús pone de manifiesto sus diferencias también. Entre ellas, la más importante: se trata de un alimento que permite alcanzar la gloria sin que perezca el hombre, salvado el mayor obstáculo que nos presenta la vida, como es precisamente la muerte. Es un alimento de vida eterna, de resurrección en el último día y eso tropieza con la incredulidad y la extrañeza no sólo de quienes lo escuchaban en Galilea hace dos mil años sino aquí mismo en nuestros días. Pero esa es la base de nuestra fe: Dios ha amado tanto al mundo que ha entregado a su Unigénito para que el mundo se salve, Jesús es el verdadero pan bajado del cielo que hay que comer para la salvación del mundo.

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