San Francisco de Sales (C)

Lectura del santo evangelio según san Marcos (3,7-12):

EN aquel tiempo, Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del mar y lo siguió una gran muchedumbre de Galilea.
Al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente de Judea, Jerusalén, Idumea, Transjordania y cercanías de Tiro y Sidón.
Encargó a sus discípulos que le tuviesen preparada una barca, no lo fuera a estrujar el gentío.
Como había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo.
Los espíritus inmundos, cuando lo veían, se postraban ante él y gritaban:
«Tú eres el Hijo de Dios».
Pero él les prohibía severamente que lo diesen a conocer.


Comentario

«Tú eres el Hijo de Dios»
No es extraño que los espíritus inmundos sean los primeros en reconocer la persona divina de Cristo. Porque el bien, y Dios lo es en grado supremo, se ve mucho más nítido desde la orilla del mal. Por eso, un buen número de la muchedumbre que seguía a Jesús de Nazaret por la orilla del mar de Galilea no veía en el Señor más que a alguien que podía remediarles su problema, fuera del tipo que fuera. Un solucionador, vamos. La radicalidad la aportan los espíritus inmundos precisamente porque se dan cuenta de que Jesús no viene a contemporizar con ellos sino a darles batalla sin cuartel. De ahí su confesión no de fe, sino de temor. Haríamos bien en preguntarnos cuál es nuestra actitud ante Jesucristo: si se parece a la de los demonios que le plantan cara justo después de reconocer su divinidad o tal vez la de ese gentío milagrero que va en pos de quien le pueda reportar un beneficio. La tercera vía es la de quienes proclaman con los labios «Tú eres el Hijo de Dios» y lo confiesan en el interior del corazón.

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