Lunes, octava de la Natividad del Señor

Lectura del santo evangelio según San Lucas (2, 36-40)

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.

Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él.

Comentario

El niño iba creciendo

Hablar de un niño a todos los que esperaban un Mesías. Se trata, sin duda, de una señal prodigiosa, palabra de profetisa como lo era Ana, hija de Fanuel. Imagina la sorpresa de sus interlocutores, toda aquella gente que confiaba en que Yahvé interviniera en la historia del pueblo de Israel como había hecho antes y acabara con el dominio romano y la injusticia a la que se veían sometidos. El Mesías los iba a liberar, claro, pero nadie esperaba que fuera un niño. Y, sin embargo, Ana les habla del niño a todos los que lo esperaban sin saberlo. ¿No es eso lo que hacemos nosotros mismos a diario? ¿O al menos deberíamos hacerlo? Hablar de un Dios hecho hombre que viene a liberar al hombre de la esclavitud del pecado. Aunque ellos estén buscando otra solución buena por naturaleza: una intervención quirúrgica, un cambio en las condiciones laborales, una mejor convivencia familiar. Pero resulta que Jesús, ese niño que iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría y de la gracia de Dios, es el único que puede aportarle una solución radical, integral y definitiva a sus vidas. Muchas veces la solución no está donde la buscamos, por eso necesitamos que la profetisa Ana nos lo comunique como hace en el Evangelio del día.

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