Madeleine Delbrêl: El cielo asequible

Hay personas que llevan consigo una ráfaga del inmenso amor divino que derroca muros y abre ventanas por las que se filtra únicamente la esperanza y la paz aun en medio del sufrimiento. Han sido elegidas por Cristo, pero se han dejado seducir por Él. Y en los inmensos ojos del alma enamorada se perfilan siempre las manos del Padre misericordioso que nos permite creer y esperar por encima de los límites de la propia indigencia. Madeleine Delbrêl (1904-1964), ensayista, poetisa y asistente social francesa pertenecía a esa raza. Una mujer grande, valerosa, audaz, creativa, un apóstol incansable, una fiel hija de la Iglesia. Por su forma de vida coherente y entregada que se manifiesta en sus escritos, fue denominada por el cardenal Martini como “una de las grandes místicas del siglo XX”. Llamada también “mística de la proximidad” y “mística de las periferias”.

A veces nos pasan desapercibidos esos “santos de la puerta del al lado”, como los denominó el papa Francisco. Para Madeleine se hallaban en los rostros de cuántos halló al paso, porque en todos está Cristo. Esta gran orante era uno de ellos. Nos enseña, entre otras cosas, cuánto hay que rogar para que dentro de la Iglesia fundada por Cristo, que todos conformamos, obremos de tal modo que nunca lancemos a otros fieles en brazos de la increencia. Sería terrible que con un pésimo ejemplo sembrásemos dudas en los débiles, llevándolos a creer que la Iglesia es incapaz de conducir a ella a quienes quizá nunca antes escucharon la Palabra divina             que son los alejados de la fe. Porque Madeleine marxista y atea, de la noche a la mañana, de la mano de un apóstol, el abad Lorenzo que Cristo puso en su camino, se convirtió y toda su vida fue un generoso compartir su fe con los pobres, los marginados, los incrédulos, en las barriadas donde se asienta el drama cotidiano, espacios en los que se instaló. Aprendió que «no hay soledad sin silencio. El silencio: a veces es callar, siempre es escuchar», decía.

Constató que Dios está en todas partes. No se halla únicamente en el templo. Dios impregna toda la vida y el quehacer de cada uno, sea pensador, obrero, escritor, compositor, actor, etc. Y como la gran apóstol que fue tenía claro que, tal como dice san Pablo, habiendo sido bautizados todos estamos en condiciones de transmitir la fe. Hemos de hacerlo. No se necesita más que poner ese acto apostólico y lo demás queda en manos de Cristo. No hacen falta otros requerimientos. Ella sabía que el camino firme y seguro es la oración. Se dio cuenta de que muchas veces los que se hallan en espacios donde no habita el amor con mayúsculas lo hacen porque nadie les ha enseñado que podrían refugiarse en otro lugar. Y así suplicaba a Dios: «Dilata nuestro corazón para que quepan todos; grábalos en ese corazón para que queden inscritos en él para siempre».

En La alegría de creer había dicho: «Vivir no exige tiempo: se vive todo el tiempo, y el Evangelio debe ser, antes de todo, vida para nosotros. Para que las palabras del Evangelio que hemos leído, rezado, y que quizá hemos estudiado, puedan realizar su trabajo de vida en nosotros, es necesario llevarlas con nosotros todo el tiempo que les es propio, para que la luz que les es propia nos ilumine y vivifique».

Madeleine, como han hecho los santos, los místicos a lo largo de la historia, nos recuerda con su vida cuán asequible es el cielo que ya aquí, en la tierra, cuando se ama se torna diáfano en esa pequeña porción que nos es dada a contemplar y que tendrá su plenitud en la vida eterna. Dios nos ha concedido esa gracia.

Isabel Orellana Vilches

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