Martes de la XIII semana del Tiempo Ordinario (A)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo (8, 23-27)

Subió Jesús a la barca, y sus discípulos lo siguieron. En esto se produjo una tempestad tan fuerte, que la barca desaparecía entre las olas; él dormía. Se acercaron y lo despertaron gritándole: «¡Señor, sálvanos, que perecemos!».

Él les dice: «¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?». Se puso en pie, increpó a los vientos y al mar y vino una gran calma. Los hombres se decían asombrados: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar lo obedecen?».

Se puso en pie, increpó a los vientos y al mar y vino una gran calma

Es difícil sustraerse a la interpretación del pasaje de la tempestad calmada como una figura del propio viaje de la barca que es la Iglesia atravesando el mar proceloso del mundo coetáneo. No pocas persecuciones, escándalos, controversias, disputas teológicas e intereses personales la han agitado en sus dos mil años de historia. También ahora, ¿por qué esta época iba a ser distinta a las anteriores? A cada rato, todos los tripulantes de la embarcación, pequeños de fe como Jesús les recrimina a los apóstoles en la perícopa elegida, sienten la zozobra y se angustian como si Cristo se hubiera desentendido de su cuerpo místico. Pero Jesús tiene poder, tiene todo el poder en sus manos, también el de detener la tempestad, también el de hacer que su Iglesia avance hasta el fin de los tiempos, también el de salvarnos como a los discípulos atemorizados: no sólo de un mar agitado, sino de la muerte misma. Con la resurrección de la carne experimentará el mundo la gran calma a la que aquí se alude. Mientras tanto, no queda otra que achicar agua… y seguir suplicando al Señor. 

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