Sábado de la 32ª semana (C)

Lectura del santo evangelio según san Lc (18, 1-8)

Les decía una parábola para enseñarles que es necesario orar siempre, sin desfallecer. «Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En aquella ciudad había una viuda que solía ir a decirle: “Hazme justicia frente a mi adversario”. Por algún tiempo se estuvo negando, pero después se dijo a sí mismo: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está molestando, le voy a hacer justicia, no sea que siga viniendo a cada momento a importunarme”». Y el Señor añadió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?».

 

 

 

 

 

 

Comentario:

«Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres…»

Casi que puede uno imaginarse la escena, viendo a la pobre viuda un día tras otro llegando ante aquel juez para pedir justicia. Ella, pobre, humilde, preocupada, triste pero con entereza, suplicando que le haga justicia. El juez soberbio, indiferente ante el dolor ajeno, con orgullo y prepotencia muestra su frívola indiferencia: «aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres». Y cuando accede a los ruegos de la viuda lo hace movido por sus propios intereses: «no vaya a acabar pegándome en la cara»

La perseverancia de aquella mujer consigue lo que el juez no estaba en predisposición de considerar ni otorgar. Este contraste le sirve a Jesús para enseñarnos a orar sin desfallecer. El Padre, Dios, no es indiferente ni indolente a nuestras necesidades, Dios es bueno y sensible a lo que nos ocurre y preocupa. Dios está atento a favor del hombre, le importamos y mucho.

Puede que el Señor nos esté diciendo que la perseverancia es importante no tanto por ablandar el corazón de Dios, cosa que no hace falta, sino más bien para llegar a pedir con verdadero sentimiento de humildad, de necesidad de misericordia. Pues no se puede pedir a Dios con un corazón orgulloso, soberbio o altanero, como creyendo que lo merecemos: «¿por qué no me responde Dios a lo que le pido? como si yo fuera merecedor de todo.

La perseverancia no es que arranque la misericordia de Dios, Él la derrama incesantemente antes de que le pidamos, pero sí que nos puede hacer conscientes de lo que estamos pidiendo, de lo que realmente necesitamos, y de si pedimos con un corazón humilde y pobre.

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