Miércoles de la 33ª semana del Tiempo Ordinario (A)

Lectura del santo evangelio según San Lucas (19, 11-28)

Mientras ellos escuchaban todo esto, añadió una parábola, porque él estaba cerca de Jerusalén y pensaban que el reino de Dios iba a manifestarse enseguida. Dijo, pues: «Un hombre noble se marchó a un país lejano para conseguirse el título de rey, y volver después. Llamó a diez siervos suyos y les repartió diez minas de oro, diciéndoles: “Negociad mientras vuelvo”. Pero sus conciudadanos lo aborrecían y enviaron tras de él una embajada diciendo: “No queremos que este llegue a reinar sobre nosotros”. Cuando regresó de conseguir el título real, mandó llamar a su presencia a los siervos a quienes había dado el dinero, para enterarse de lo que había ganado cada uno.

El primero se presentó y dijo: “Señor, tu mina ha producido diez”. Él le dijo: “Muy bien, siervo bueno; ya que has sido fiel en lo pequeño, recibe el gobierno de diez ciudades”. El segundo llegó y dijo: “Tu mina, señor, ha rendido cinco”. A ese le dijo también: “Pues toma tú el mando de cinco ciudades”. El otro llegó y dijo: “Señor, aquí está tu mina; la he tenido guardada en un pañuelo, porque tenía miedo, pues eres un hombre exigente que retiras lo que no has depositado y siegas lo que no has sembrado”. Él le dijo: “Por tu boca te juzgo, siervo malo. ¿Conque sabías que soy exigente, que retiro lo que no he depositado y siego lo que no he sembrado? Pues ¿por qué no pusiste mi dinero en el banco? Al volver yo, lo habría cobrado con los intereses”. Entonces dijo a los presentes: “Quitadle a este la mina y dádsela al que tiene diez minas”. Le dijeron: “Señor, ya tiene diez minas”. “Os digo: al que tiene se le dará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene”. Y en cuanto a esos enemigos míos, que no querían que llegase a reinar sobre ellos, traedlos acá y degolladlos en mi presencia».

Dicho esto, caminaba delante de ellos, subiendo hacia Jerusalén.

Comentario

¿Por qué no pusiste mi dinero en el banco?
Las parábolas son bellos ejemplos de literatura aplicada, pero a veces nos confunden porque nos quedamos con las palabras en vez de con los conceptos, como estos niños deslumbrados por el papel de regalo que ni siquiera muestran asombro ante lo que envolvía aquél. La parábola de los talentos pertenece, de alguna manera, a esta categoría en la que la palabra monedas nos despista y nos deja con el entendimiento suspendido. Tampoco la exégesis ordinaria ha ayudado mucho al hacer hincapié en los talentos o los dones. Porque el primer regalo que se nos hace, lo más valioso que se nos entrega por el simple hecho de nacer a la vida es un caudal inagotable de amor que nos entrega el buen Padre. Amor sin más que cada uno de nosotros debe esforzarse en multiplicar, en acrecentar, en aumentar. ¿Cómo? Lo dice el Evangelio: «Negociad mientras vuelvo». Negociar quiere decir relacionarse con el prójimo: el amor de Dios en tu vida -aunque tú no lo sientas- es el que tienes que esforzarte en comunicar a los demás, en transmitir para que crezca. Si no lo haces, te conviertes en el discípulo desobediente que, temeroso, guarda como oro en paño -en un pañuelo dice el evangelista- ese amor primigenio recibido de Dios y para que no se estropee ni se manche ni se desgaste, decide conservarlo tal cual sin comunicarlo, sin entregarlo, sin negociarlo. No es de dinero de lo que habla la parábola de los talentos, sino de amor.

 

 

 

 

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