Miércoles de la 16ª semana del Tiempo Ordinario (B)

Lectura del santo Evangelio según Mateo (13, 1-9)

Aquel día salió Jesús de casa y se sentó junto al mar. Y acudió a él tanta gente que tuvo que subirse a una barca; se sentó y toda la gente se quedó de pie en la orilla. Les habló muchas cosas en parábolas:

«Salió el sembrador a sembrar. Al sembrar, una parte cayó al borde del camino; vinieron los pájaros y se la comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra, y como la tierra no era profunda brotó enseguida; pero en cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se secó. Otra cayó entre abrojos, que crecieron y la ahogaron. Otra cayó en tierra buena y dio fruto: una, ciento; otra, sesenta; otra, treinta. El que tenga oídos que oiga».

Comentario

Cayó en tierra buena y dio fruto

La parábola del sembrador inaugura un ciclo de enseñanzas que Mateo sitúa estratégicamente en torno al mar de Judea. Y Jesús comienza a anunciar el reino de Dios con una explicación en la que él mismo es el sembrador y la Palabra, la Buena Nueva, es la semilla. Cae en muchos suelos, unos improductivos, otros faltos de tierra donde arraigar, otros sin roturar y, finalmente, en tierra buena donde la sementera produce su fruto. Solemos ver esta parábola como una expendeduría de etiquetas: cada uno con su calificativo según lo que favorezca la siembra y los frutos que produce. Pero hay otra manera de verla: nosotros mismos somos a la vez andurrial polvoriento, pedregal seco, sitio de cardos y tierra virgen por cultivar. Todo eso está en nuestra alma, por temporadas y también a la vez: para unas exigencias contenidas en la Palabra somos impenetrables mientras otras enseñanzas encuentran en nuestra alma terreno abonado. Se trata de roturar el alma entera de forma permanente para que toda la eficacia de la Palabra al completo se despliegue en nuestro interior.

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