Lunes de la VIII semana del Tiempo Ordinario (B)

Lectura del santo Evangelio según san Marcos (10, 17-27)

Cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?». Jesús le contestó: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre». El replicó: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud». Jesús se lo quedó mirando, lo amó y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme». A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó triste porque era muy rico.

Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: «¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!». Los discípulos quedaron sorprendidos de estas palabras. Pero Jesús añadió: «Hijos, ¡qué difícil es entrar en el reino de Dios! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios». Ellos se espantaron y comentaban: «Entonces, ¿quién puede salvarse?». Jesús se les quedó mirando y les dijo: «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo».

Vende lo que tienes y sígueme

El meollo de la cuestión no es cualquier cosa: la relación entre la conducta terrenal y la vida eterna. La idea de la retribución había saltado por los aires con el libro de Job, que rompe para siempre la relación entre la fidelidad a Dios y los premios en esta vida. No. Pero la fidelidad a Dios -y su infinita misericordia, no se nos olvide la importancia de la gracia- es la que va a abrir las puertas del cielo en la vida eterna. Eso es lo que intuye el joven rico que se acerca a Jesús pidiendo consejo. La primera respuesta se mueve en un plano formal, fruto de la corrección religiosa de la época. Y de nuestra época. Muchos de nosotros podemos decir, con el joven rico, que no hemos matado, no hemos robado, no hemos mentido, no hemos estafado y honramos a nuestros padres en su ancianidad. Es entonces cuando la conversación se eleva y la réplica del joven rico da pie a una respuesta de Jesús que desconcierta y resulta chocante: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme». Sí, Jesús contempla la riqueza -disponer de medios- como un obstáculo para vivir la voluntad del Padre, que va a ser la medida con que se nos juzgará el último día. Cuantas más ataduras terrenales (y las posesiones las llevan aparejadas), más difícil es desprenderse de los apegos que nos atan como hilos invisibles y nos impiden volar. No se trata de ninguna metáfora, como con frecuencia solemos edulcorar la propuesta de Jesús, que nos resulta inasumible en nuestra mediocre vida de fe tibia: vende lo que tienes y luego ven y sígueme. Quien tenga oídos, que oiga.

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