¿Qué es hacer penitencia?

La palabra “penitencia” viene del latín poena, “pena” entendida en el doble sentido de juicio y de tristeza: la penitencia es la pena “infligida” para la reparación de nuestras ofensas; pero es también, y sobre todo, la que experimentamos por haber ofendido a Dios por nuestras faltas.

Aun bautizado, el cristiano no ha sido liberado de las debilidades de su naturaleza humana: no siempre es fiel a las promesas de su bautizo y a menudo comete faltas. Esta inclinación al pecado se mantiene en él.

Jesús nos llama a la conversión. Este esfuerzo de conversión que tenemos que practicar “no es únicamente una obra humana”, recuerda el Catecismo de la Iglesia católica (nº 1428).

“Es el movimiento del corazón contrito atraído y movido por la gracia a responder al amor misericordioso de Dios que nos amó primero”.

“Convendría (pues) insistir más bien sobre el segundo sentido de la palabra poena”, explica el padre Matthieu Rouillé d’Orfeuil, jefe de estudios del seminario francés de Roma.

“La penitencia expresa la tristeza de haber pecado, con el fin de reencontrar la alegría de la salvación”.

Ruda para algunos, la penitencia no está muy de moda.  Consiste en vivir humildemente las vicisitudes de esta vida aceptando lo que puede comportar de penas, pequeñas o grandes.

Soportar

Muy a menudo, la penitencia se nos presenta sin que la tengamos que buscar: “Un cónyuge que nos irrita, unos niños que nos cansan, un plato demasiado hecho, una avería doméstica, una migraña, un embotellamiento que ralentiza nuestro viaje, etc. son otras tantas ocasiones de conversión”, recuerda el abad Marc Vaillot, autor de Amar es…Pequeño libro del amor verdadero.

Y precisa: “La teología clásica enseña que el acto principal, el más difícil, de la virtud de fuerza de voluntad es la de resistir a lo que nos cae encima más que de emprender arduos esfuerzos”. La paciencia es pues un esfuerzo esencial, invisible, pero concreto.

Las tres formas de penitencia

Si la Escritura y los Padres de la Iglesia insisten sobre todo en las tres formas de penitencia que son el ayuno, la oración y la limosna, es para “experimentar la conversión en relación con Dios y en relación con los otros”, recuerda el Catecismo de la Iglesia católica (nº 1434).

Y esto puede traducirse en esfuerzos en los que no habríamos pensado espontáneamente. Para el abad Marc Vaillot, “el ayuno concierne también la inteligencia y la voluntad, no solamente el estómago: claro que podemos tomar un terrón de azúcar en vez de dos, una o dos onzas de chocolate en vez de cuatro; pero el ayuno también puede ser abstenerse de ser insolente con los padres, de encolerizarse sin razón, etc.”.

Igual que con la oración: “En Cuaresma, podemos decir tres Avemarías más que de ordinario, pero podemos ir más lejos y vivir esta penitencia recogiéndonos mejor en la misa, enviando flechas de amor a Dios mientras caminamos por la calle (oraciones jaculatorias), no olvidándonos de decir una oración antes de acostarnos,…”. La oración no se limita a algunos momentos exclusivos, sino a cada instante de la jornada.

¿Y la limosna? ¿No es inmediata su realidad? “Hacer limosna, responde nuestro interlocutor, es también hacer una sonrisa a una persona que no es forzosamente nuestro mejor amigo, es intercambiar dos minutos con un sin techo cuando no tenemos dos euros en el bolsillo, es desear un cumpleaños feliz a tu suegra… Ya que la limosna es la donación constante de sí mismo y no solamente el óbolo de algún dinero”.

La penitencia, un acto de amor y no una carga

A pesar de la dulzura maternal de la Iglesia y la sabiduría de sus pastores, la penitencia sirve, a pesar de todo, a menudo de espantajo.

Pero un cristiano debe decir: Aceptaré así recibir, en la muerte y la resurrección de Jesús, el progreso espiritual que necesito y que pido. Con un poco de buena voluntad, aceptaré dejarme transformar por Cristo, de la manera que Él querrá hacer realidad la oración que Él me inspira”. ¿Un poco de buena voluntad? Todo parece dicho…

Fuente: Aleteia