Un “te quiero” en una postal

Tenía yo una tía soltera, cuya vida era un misterio para mí. Vivió con sus padres hasta que éstos murieron y luego vivió sola. Era una mujer independiente, no especialmente religiosa. Leía el periódico, hablaba de política, de economía y de religión; tenía opinión sobre las cosas. Leía mucho.

Trabajaba en una oficina como administrativa, rodeada de muchos hombres y de alguna que otra compañera. No se había casado y yo no le conocía ningún amor.  Cuando le preguntaba que porqué no se había casado me decía sin dar más importancia «pues porque no».  Las malas lenguas decían que era un «macho pirulo».

La caja de metal

De cuando en vez iba a visitarla y le pedía que me enseñase fotos y me contase cosas de la familia (porque si no, con el tiempo, las historias se pierden y con ellas, se pierde nuestra historia). Pero mi tía se reía y decía ¿qué quieres que te cuente? Y contaba poco o nada, la verdad.

Cuando murió, llegó a mi poder una caja vieja de metal que contenía unas fotos y unas cartas. Se trataba de fotos varias con los compañeros de trabajo y, entre ellas, una foto de cartera de uno de ellos, un caballero muy bien parecido por cierto. Las cartas eran postales de veraneo de años sucesivos que un compañero (quizás el de la foto) le había enviado felicitándola por su santo o comentando cosas intrascendentes de la estancia estival y de la familia. Nada especial, salvo la última postal en que el remitente se despedía de mi tía con un «te quiero». Y ya no había más cartas.

Mi tía la solterona

¡Qué verdad es que no debemos juzgar! De repente, se me abrieron los ojos. Mi tía, la solterona, la que no miraba a ningún hombre hasta tal punto que las malas lenguas rumoreaban de ella, no era lo que parecía. En su corazón había una historia aunque todos la desconociéramos. Porque ella nunca habló de ningún hombre en particular. No se le conocía ningún amor, mucho menos un romance. Ella hablaba de sus amigas y compañeros, pero nada más. Su vida personal era suya.

Encajé las piezas, di forma a la historia y me admiré de mi tía. Entre los compañeros hubo uno con quien congenió mejor, un hombre casado, con hijos. Y debió surgir entre ellos una corriente de amistad que, por la despedida de la última carta, estaba derivando en algo más. Una relación no legítima.

Fuera como fuese, o cual de los dos hiciera un ejercicio de responsabilidad, ahí terminó la cosa. Quiero pensar que fue mi tía la que renunció. Se enamoró de un hombre que, aunque desconozco las circunstancias, estaba casado. Pero ella cerró su corazón a una relación que no podía ser. Por eso guardó las cartas, por eso no hubo otras cartas; por eso nunca se le conoció relación con ningún hombre. Sólo una compañera debía conocer su secreto y por eso eran tan amigas.

El sexto Mandamiento

Reflexionaba yo sobre este descubrimiento y sobre si, de haber vivido mi tía su juventud en la época actual, habría obrado de la misma manera. Ciertamente no lo sé, pero debería haber sido igual.

En casos similares a éste, hoy parece que no tiene importancia empantanar la vida de las personas y de sus familias. Arguyendo alguna justificación que acalle las conciencias, parece que se está exento de responsabilidad: Si «los dos estamos de acuerdo», si «no hacemos mal a nadie», «es que su mujer lo trae por la calle de la amargura», «es que su marido no la valora»….  Y, suponiendo el mejor de los casos, se prima el enamoramiento incluso no legítimo sobre otras razones de más peso.

El sexo es un regalo maravilloso hecho por Dios a los hombres. Pero al consentir y deslizarnos por una situación no legítima, nos apartamos del Señor porque va contra la caridad, al ir contra lo que Él dispuso sobre la sexualidad de la pareja. El sexto mandamiento concreta el límite que hay que respetar.

Castidad y felicidad

¿De verdad que vale la pena alejarnos de nuestro Señor por un capricho del corazón? ¿Puede nuestra felicidad terrena ser de verdad felicidad si estamos lejos de Cristo por mucho que estemos enamorados de una persona casada? El seguimiento de Cristo viviendo como hijos de Dios es lo que da la felicidad. Tenemos Su palabra (Mc 10, 29-30). En cualquier caso, sea cual sea el ambiente en el que estemos situados, sea cual sea nuestro estado de vida, sea cual sea nuestra orientación sexual, los cristianos hemos de vivir en castidad, aunque eso suponga, como en este trance, renunciar a lo que, -por otra parte-, nunca le perteneció. Hay una relación fundamental entre renuncia por la fe y la felicidad a pesar de que la fatiga terrena no se suprima. Pero Dios siempre da la fuerza necesaria.

Respecto de mi tía, no había nada que contar porque no había habido romance. Ella cerró esa puerta. Mujer moderna y autónoma, se compró su coche, se volcó en la fotografía y los viajes (con sus amigas y mi abuela) y en aquellas posibilidades que le permitía su condición de mujer independiente sin cargas familiares. Y no empantanó la vida de un hombre casado, ni la de su familia. Y esto le honra. Y la hace crecer como persona a mis ojos. El Señor se lo habrá premiado con creces. De hecho, ella siempre estuvo contenta y satisfecha con su vida.

 

«No hay nada oculto que no se descubra algún día, ni nada secreto que no deba ser conocido y divulgado» (Lc 8, 17)

 

 

IRENE Mª SOTO NOGUERO
LICENCIADA EN CIENCIAS RELIGIOSAS

 

 

 

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