Lunes de la III semana de Cuaresma (B)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas (4, 24-30)

Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan.

Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor». Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él. Y él comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es este el hijo de José?». Pero Jesús les dijo: «Sin duda me diréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún». Y añadió: «En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio». Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.

Jesús, al igual que Elías y Eliseo, no fue enviado solo a los judíos.

La universalidad del mensaje de liberación que viene a traer Cristo no entiende de fronteras ni de patrias chicas. La redención es para todos los hombres, para cada hombre. Y esa apertura a los que no son de ‘mi’ cuerda, los que no coinciden plenamente conmigo en las costumbres, el culto o la vida es la que enardece a los vecinos de Nazaret congregados en la sinagoga para escuchar al hijo del carpintero, cuya fama lo precedía. Lo que les predica, sin embargo, no es que no les convenza, sino que les subleva porque a nadie le agrada escuchar que tiene que compartir el gran regalo que se le entrega. Y esa mirada cicatera y estrecha arruina el gozo de experimentar la gratuidad de ese don inmenso. ¿Cómo va a morir crucificado Cristo por ese criminal abyecto al que la justicia humana ha condenado de por vida?, ¿cómo va a llegar la salvación a aquel disoluto cuyas costumbres de vida están lejos de las mías?, ¿cómo vamos a estar en plano de igualdad los que vamos a misa con frecuencia, comulgamos y confesamos que esos que sólo se acuerdan de Santa Bárbara cuando truena? Y la respuesta que da Jesús en Nazaret es tan diametralmente opuesta a lo que pensamos que pone nuestros esquemas y prejuicios patas arriba.

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