Santa Mónica (B)

Lectura del santo Evangelio según Mateo (25, 1-13)

Entonces se parecerá el reino de los cielos a diez vírgenes que tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran prudentes. Las necias, al tomar las lámparas, no se proveyeron de aceite; en cambio, las prudentes se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: “¡Que llega el esposo, salid a su encuentro!”. Entonces se despertaron todas aquellas vírgenes y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: “Dadnos de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas”. Pero las prudentes contestaron: “Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis”. Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras vírgenes, diciendo: “Señor, señor, ábrenos”. Pero él respondió: “En verdad os digo que no os conozco”. Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora».

Comentario

¡Que llega el esposo, salid a su encuentro!

Las vírgenes necias son aquellas que no están preparadas. Sigue el relato de la vigilancia en el Evangelio de Mateo, a través de la sugerente parábola de la comitiva nupcial para la que diez vírgenes aguardan la llegada del novio para entrar en el cortejo a su lado. Pero esas vírgenes necias han olvidado lo fundamental, se han extraviado de su misión y han permitido que se les acabe el aceite de las buenas obras con que alumbrar ese camino por el que ha de venir el Esposo. Y ya no hay tiempo para más. El plazo es acuciante y no les queda más que buscar aceite a la desesperada del mismo modo que es imposible transferir las obras de misericordia de una persona a otra: cada uno tiene que presentarse en el banquete nupcial con lo que lleva, nadie puede prestar nada a otro. Esas vírgenes necias habían olvidado para qué estaban allí y a quién esperaban. Se habrían distraído, habrían charlado y lo habrían pasado la mar de entretenidas, pero habían dejado que sus lamparillas agonizaran sin aceite. No fueron fieles a su encargo, desatendieron su misión, eso es todo. No como Santa Mónica, cuya memoria recordamos hoy, suplicante enfervorecida de la conversión de su hijo, San Agustín. Se aplicó con tal denuedo a esa misión que Dios le hizo gracia de obtenerla en vida. ¡Cuánto más cuando se encontrara cara a cara con el Padre!

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