San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia (A)

Lectura del santo evangelio según San Mateo (25, 1-13)

«Entonces se parecerá el reino de los cielos a diez vírgenes que tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran prudentes. Las necias, al tomar las lámparas, no se proveyeron de aceite; en cambio, las prudentes se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: “¡Que llega el esposo, salid a su encuentro!”. Entonces se despertaron todas aquellas vírgenes y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: “Dadnos de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas”. Pero las prudentes contestaron: “Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis”. Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras vírgenes, diciendo: “Señor, señor, ábrenos”. Pero él respondió: “En verdad os digo que no os conozco”. Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora».

Comentario

Ni el día ni la hora

En la fecha en que la Iglesia honra la memoria de San Agustín de Hipona, un pensamiento suyo puede iluminar este comentario: “Haz Señor, que te encuentre buscándote, que no equivoque el camino, que al buscarte nada me salga al encuentro que no seas Tú”. Porque así como las vírgenes prudentes llenaron de aceite sus alcuzas para que la lámpara de su fe no se apagara, así nuestra ansia del encuentro con Jesús no puede quedar saciada sino profundizando en ese encuentro personal que nos descubre la persona que viene a nuestra vida para procurarnos salvación. Y nada nos debe distraer, enfocados en la espera del novio como las vírgenes prudentes, bien provistas y al aguardo. No sabemos el día ni la hora en que tendremos que entregar el alma a Dios, pero tampoco sabemos el día ni la hora en que Jesús vendrá a nuestro encuentro en la vida cotidiana, a través de los consejos de un amigo, la predicación de un sacerdote o el anuncio kerigmático en la parroquia. Por eso hemos de estar preparados: repletas de obras -como el aceite de las alcuzas- para que la llama de nuestra fe no se extinga. 

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