Visitación de la Bienaventurada Virgen María (B)

Lectura del santo Evangelio según Lucas (1, 39-56)

En aquellos mismos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel de Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá».

María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humildad de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia -como lo había prometido a nuestros padres- en favor de Abrahán y su descendencia por siempre».

María se quedó con ella unos tres meses y volvió a su casa.

Comentario

Bienaventurada la que ha creído
La Iglesia nos propone para este 31 de mayo la Visitación de la Virgen. De Nazaret, en Galilea, a Ein Karem, en las afueras de Jerusalén, hay una distancia considerable: 144 kilómetros por carretera que un automóvil puede cubrir en algo así como dos horas. Pero a pie, atravesando todo el valle del Jordán, el viaje resulta algo más penoso: no menos de ocho jornadas de viaje por la fértil franja en la orilla derecha del río con el colofón del desierto de Judea antes de la subida a la capital. Ese es el viaje físico, pero el viaje espiritual nos habla de un recorrido que enlaza el asombro de la Anunciación con la promesa cumplida de Dios a su sacerdote Zacarías. La escena nos resulta entrañable por muchos motivos, entre los que no es el menor la especial empatía que desarrollan entre sí las embarazadas y que nadie más que ellas son capaces de percibir. Isabel sorprende a María descubriendo el misterio -como una custodia viviente portando el cuerpo de Cristo- que porta en sus entrañas. Y la saluda por eso con una apelación a su fe:  «Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá».  Ese es el meollo de la Visitación: la capacidad para descubrir en la vida el cumplimiento de la promesa de Dios, el mimo misericordioso con que el Creador cuida de sus criaturas. A ese prodigio, María responde con la oración del magnificat, tan prodigiosa como admirable en su formulación, resumiendo la historia de Israel enlazada con el nuevo Israel que la Encarnación ha venido a traer al mundo.

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