V Semana: Creer con Jesús

Oración de María ante la muerte de su Hijo en la cruz

 

Cuando era una niña me llamaste

Entre nubes de tinieblas te dije sí

En el abrazo de oración me enamoraste

En el corazón eternamente una llama prendí.

 

El fruto de ese amor era este niño

Que ahora con dolor veo morir

El fruto del esfuerzo de unos padres

Que enseñamos confiados siempre en ti.

 

Ahora Señor le has llamado,

A entregarse por los hombres que creaste

Espero que haya sido útil el amarnos

Aunque lo único útil sea en ti abandonarme

 

Entregada por entero aquí me hallo

Confiada en tu maná, soy peregrina

En el fuego del amor el miedo he templado

Sabiendo de cuanto bien soy testigo

 

Quisiera, perdóname, pedirte

Que me des fuerza para consolar al triste

Porque ahora solo pienso que no puedo

Y que sólo en ti mi alma vive

 

Nada queda más que quererte

A pesar del corazón ya derrotado

Derrota que bien sabría a muerte

Por eso gracias por estar siempre a mi lado

 

Creo que en ti lo tienes, le has llamado

Con ojos sellados en lágrimas creo

Siento la certeza de mi corazón enamorado

Que sabe que en mí vive eternamente

 

Meditación

Seguramente esta meditación sea solo para creyentes, de esos que creen que Dios les ha tocado el corazón, o de esos que creen fugazmente en ese dios que llaman suerte. Todos de algún modo buscamos en nuestro interior cuando estamos débiles la fortaleza fuera. Pero pocos, muy pocos, descubren la gran riqueza que supone la fortaleza en su corazón ya existente.

Siento que Creo en Jesús no porque le encontré de bruces en el camino, sino porque en el fondo de mi alma vino, la certeza que sin Él solo sabría perderme.

Este es el testimonio de un torpe mendigo, que durante años tanteaba el suelo que pisaba para no elevarse y caer en el olvido. Siento que creer no es de penitentes, sino de aquellos que en amor viven su Fe hondamente.

Tres días sin saber qué ocurriría estuvieron sus discípulos, estuvo incluso María. Días de incertidumbre, de dolor y lágrimas, de tinieblas y desesperanzas, de frustración y cobardía. Qué importante es meditar esos tres días, los que hemos tenido todos cuando la muerte ha tocado nuestra puerta, esos que hemos vivido sin saber por donde iremos, y que hemos resuelto en la confianza repuesta.

Que María no cayera en el pecado por la Gracia de Dios, no quita que en su corazón no hubiera cierta rebelión por lo sucedido, probablemente como mujer y madre un fuego de rabia se encendería ante lo aparentemente inútil del sacrificio de su Hijo, ante la pérdida sencillamente, ante el miedo a no volver a verle, ante la perspectiva del final. Un fuego que a muchos a abrasado y que si hay egoísmos, celos o envidias prende como gasolina sin final. Pero la bondad del corazón de María hace que cada lágrima derramada fuera apagando el incendio. Cada abrazo tendido a los discípulos, cada muestra de confianza para quienes andaban más perdidos, cada oración vivida en compañía es inevitable que le hiciera sentirse tan unida a Dios en esos días que inevitablemente todo acabara en la certeza de su Resurrección.

Los cristianos “creemos en Dios”, no es que no “creamos a Dios”, sino que cuando estamos “en Dios” es donde encontramos nuestra Fe. No se puede creer a Dios si le vemos como alguien extraño y alejado de nosotros, sino que si estamos insertos en Él inevitablemente no nos queda otra que creer.

Necesitamos recuperar la Fe que vive en Dios, que se pone en su lugar, y que desde ahí sueña y siente cómo mejorar el mundo, cómo amarlo, cómo colmarlo de esperanza. Esta es nuestra Fe en Dios, una Fe que no tiene dudas porque se envuelve en su presencia y desde Dios confía y actúa. Es aprender a creer en la debilidad del hombre, sin alejarnos de nuestra realidad, sabiendo lo que somos, y cual es nuestra verdad sobre nuestro lugar en el mundo. Eso no nos hace ser últimos, sino nos hace ver el mundo desde los últimos, lo cual permite verlo mucho mejor que si pretendemos ser los primeros que solo ven las cosas solos y que encima sufren teniendo que abrir el camino.

Había una canción de niño que decía en su estribillo: “creo en vos, arquitecto e ingeniero, artesano carpintero, albañil y armador. Creo en vos, constructor del pensamiento, de la música y el viento, de la paz y del amor”. Ese Dios que toca los corazones de los hombres y que a través de ellos se muestra al mundo, dando Palabras vivas y eficaces, dando sones de sosiego y de paciencia, dando silencios de armonía y contemplación, y dando gestos de amistad y compromiso. Pues Dios es el motor primero, ese motor que mueve el cielo y las estrellas, y que conmueve el corazón del hombre, que al contemplar la distancia que hay entre este mundo y Dios intenta con cada gesto acercarse para en cada momento alumbrar, la certeza que Dios está en todo y en todos.

Es una Fe que cree en Dios a través del mundo, que esquiva la tentación del temor y la vergüenza, y se centra en la luz tan hermosa de la obra creada por Dios. Ese Dios que habita en nosotros, y que desde ahí alienta la certeza que no estamos nunca solos, pero también la certeza que no podemos evitar la cruz del mundo. Sino que a través de esa cruz estaremos tan altos que todo el mundo vea cuanto amor Dios nos da, para desde ahí siendo el último, mostremos la visión que tanto bien nos ha hecho.

Construcción de una nueva humanidad 

Una Fe que evita la tentación del Dios todopoderoso que interviene en la Historia supliendo los errores del hombre, sino una Fe que cree y ama por encima al Dios que en vez de imponerse no hace otra cosa que exponerse, que entregarse, que desvivirse por los hombres, por el fruto de su Amor. Getsemaní expresa la ofrenda de consumación de Jesús en la Historia “convenía que Dios lo consumara por el sufrimiento” (Hb 2, 10-18).

Pero si Getsemaní es la ofrenda de consumación, los juicios públicos y traicioneros son la consumación misma, y toda la Pasión y muerte la sangre derramada sobre la Tierra que dará vida en abundancia. Porque en su entrega encontramos la nuestra. No somos imitadores de Jesús, porque es imposible imitar a Dios, somos sus seguidores que de tanto mirarle y contemplarle acabamos por parecernos a Él. Respetamos la esencia de su grandeza, como Él respeta la esencia de la nuestra, y ambos nos encontramos en el camino entregados a la construcción de una nueva humanidad.

Durante la Pasión no hay debate, o discusión, Jesús responde con el más completo “Yo soy” a la pregunta de ser el Mesías. Pero es que ahora ya es claro que no es un mesianismo liberador de los romanos, sino que su triunfo es vencer al mundo, liberación de las tentaciones y caminos mundanos en favor del camino de Gracia. Su entrega va más allá de la corta visión humana que piensa en el valor sacrificial, es la Gloria, la victoria de no ceder nada al mal, perdonando a sus asesinos.

Al cristiano no nos salva la cruz, sino el crucificado, no nos salva el dolor ni el sacrificio inútil, nos salva la certeza de que toda entrega tiene la recompensa de la resurrección, tiene el valor de la vida nueva, tiene la riqueza del amor regalado. De este modo no es un dolor inútil, ni siquiera la utilidad del dolor, sino la evangelización que hay tras la ofrenda de amor al hombre. Dios se hizo esclavo, Dios se hizo último, Dios se hizo servidor de todos desde las migajas de la cruz. Aquel que se conformó con darle migajas a la madre para su hija, hoy se hace migaja, hoy se con-forma con las migajas que es su muerte en cruz. Muchos solo verán la pasión vacía, otros veremos tal dimensión de Pasión que nos con-mueva y transforme interiormente, haciendo que todo lo mundano sea relativo y todo lo divino sepa infinito.

Con el rasgarse del velo del templo de Jerusalén, se rasga la religión del ritual vacío, para dar comienzo a la religión de la Presencia Real, de la existencia, del Espíritu Santo dador de vida. La aclamación del romano: “verdaderamente este era el Hijo de Dios”, supone la esperanza que no defrauda. La conversión de quien parecía indiferente y que ante el testimonio se conmueve y convierte en alguien nuevo. Es un creer con amor lo que promueve la entrega en la cruz. Es un creer desde la cruz lo que nos muestra Jesús.

Creer en Dios cobra la riqueza de situarnos en el interior del costado de Cristo, y ver el mundo desde la llaga de la lanzada, como si esta supusiera una llamada al amor sin barreras, una puerta de acceso al universo interior de Dios. Esto nos permite mirar el mundo con ojos amorosos, colmados del firme deseo de ser sangre derramada para otros. Qué precioso es contemplar el mundo desde ahí, esto nos evita el peligro del vértigo de la enormidad de la mies, y nos invita a confiar sabiéndonos entregados a Cristo.

Abrir el alma al encuentro 

Ser instrumento, ser con Jesús, este es sencillamente el reto de esta Cuaresma, de esta vida personal. Esta Semana Santa es la semana de la disposición, de la apertura, de abrir el alma al encuentro, de la oración que habla al Dios que vive en ti y que busca ser luz en los demás, en definitiva, una semana necesaria para profundizar.

Siguiendo la dinámica de composición de lugar de San Ignacio, sería precioso situarnos en la escena del Evangelio de Mateo 27, 59-61. Estamos junto a María Magdalena y la otra María sentados junto al sepulcro donde acaban de cerrar con la piedra. Un recoger olores de la frialdad del momento, un recoger la temperatura fría exterior, pero de la que somos perfectamente sensibles. Porque al recoger el sentir de ambas mujeres nos damos cuenta que nada exterior cala en ellas. Están totalmente sumidas en su oración personal. No necesitan ni hablar entre ellas, están sumidas en sus pensamientos, en sus recuerdos, en sus experiencias.

Es una escena preciosa y sencilla, con esos guardias que vigilan que nadie haga nada extraño con la piedra y el cadáver. Pero en la que nada de todo eso entra en nuestra reflexión. Es un recogimiento de todas las cosas para en ese silencio mirarnos.

Cristo resucitado 

Ahora es un momento de aprender a Creer con Jesús, de contemplar el mundo con Él. De situarnos cómo Cristo resucitado también contempla esa escena junto a nosotros, cómo desea calmarlas y cómo nosotros las abrazamos como él haría y así actuamos con Él.

Es una escena cálida de repente, de lágrimas secándose y hasta ese moquillo propio de haber llorado tanto. Pero ya con la calma interior de reponernos y confiar. Recordamos esa frase que le dijo a Marta cuando la resurrección de Lázaro: “todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás ¿Crees esto?” (Jn 11, 26). Sentimos en nuestro corazón cómo este late más calmado, cómo siente la confianza que da saber que esas palabras como a los discípulos de Emaús nos calientan el corazón cuando las recordamos. Sabemos que Él tiene Palabras de vida eterna. Sabemos que Él está vivo.

Precioso acabar esta meditación con esta escena, con esta contemplación, disponiendo el alma para una vez serenada con la certeza de su Resurrección, descubrir cuanto bien nos ha hecho a lo largo de la vida, y cómo hemos de estar serenos, no nos va a pedir nada que no podamos dar. No vamos a sufrir persecuciones o injusticias, o al menos estas no saben a nada a la luz de esta escena. Nada sabe complicado, huele difícil, suena imposible, sino que todo con este corazón sereno nos parece accesible y viable. Porque si Tú vas conmigo, sé que esta serenidad me permitirá llegar donde no sé, donde no espero, donde ni imagino.

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