La única vocación universal

Normalmente cada persona elige a conveniencia qué dirección desea dar a su vida. Esa profesión, a la que se llega por distintas vías, que no tiene por qué haber brotado de un sentimiento vocacional (puede venir influenciada por la tradición familiar, por expectativas económicas y un prestigio añadido, entre otras, o también por causas nobles y por tanto menos interesadas), va a perfilar el desenvolvimiento de una parte de la existencia o tal vez marcarla en su totalidad. Sea cual fuere el estímulo, la preferencia descansa en la persona. Puede cambiar la orientación cuando lo juzgue y lo que en un primer momento le pudo interesar, en otro ese inicial atractivo desaparece. Hay tantas vocaciones humanas como personas, y aunque se repitan y parezcan que son las mismas en tantos casos, la expresión de las mismas se singulariza en la manera de desarrollarlas.

Pero hay una vocación, que es don, llamamiento que hermana a toda la Humanidad. Una elección que es gracia y no depende de uno mismo; no es fruto del talento ni requiere aptitud. Esa vocación el gran médico Gregorio Marañón en su obra “Vocación y ética y otros ensayos” la situaba en un orden preferente y muy por encima del resto por cuanto la ofrenda personal sin aguardar reconocimientos es una de sus características fundamentales. Y aunque la derivaba al ejercicio de su profesión: la medicina, dejaba entrever que ese estadio superior la hacía única, o así puede entenderse a mi modo de ver.

Para esa vocación universal hay un día señalado en el calendario litúrgico: la festividad de Todos los Santos, los canonizados y los anónimos, los “santos de la puerta de al lado”, así denominados, como es sabido, por el papa Francisco. En suma: toda la Humanidad sin excepción, es invitada, llamada a vivir la santidad por Cristo que es quien nos ha elegido. Es una misión que da realce a cualesquiera otras vocaciones terrenales. Es un imperativo, no lo olvidemos, aunque la libertad que nos ha sido concedida nos permita rechazar ese llamamiento.

En la Carta a los sacerdotes que el papa Francisco les dirigió en 2019 subrayaba estas cuatro claves que se sintetizan en la vocación: dolor, gratitud, ánimo y alabanza. Está claro que ninguna de ellas se excluye en la vida de los que dejando atrás los recelos y temores abrieron las puertas de su corazón a Cristo. No hay en la vida santa distinción en esa entrega gozosa por razón de edades, estados, nacionalidades y culturas, profesiones… No existe discriminación alguna ni condiciones para seguir a Cristo más que la de ese anhelo de superar los escollos personales con su gracia y disponerse a vivir la más apasionante aventura. Esa que va a potenciar el amor en la suma belleza que posee, porque es imagen de Dios, amor vertido en nuestro prójimo comenzando por los más cercanos. El papa Francisco ha recordado en el Ángelus el pasado día 29 de octubre que “El amor a Dios y al prójimo son inseparables el uno del otro”.

El día de Todos los Santos es el día de la vocación por antonomasia. Celebramos la valentía, la paciencia, la humildad, el tesón, la coherencia, la abnegación, la fe, la ilusión, la templanza, la fortaleza, la esperanza, la generosidad, la auténtica libertad, el buen gusto, la serenidad, la piedad, la misericordia, la honestidad, el honor, el respeto…, en suma, celebramos la multitud de virtudes que han desplegado la pléyade de hombres y mujeres que se propusieron vivir la caridad en los términos exactos fijados por Cristo. En todos ellos se manifestó el dolor, la gratitud, el ánimo y la alabanza.

La paz únicamente es posible abrazándose a esta dádiva que, aunque juzguemos inmerecida, es el más excelso regalo que nuestro Padre celestial nos ha concedido para no fenezca nuestra memoria entre el fango de un mundo inhóspito, sino que gozando aquí y ahora de su presencia en nuestros corazones alcancemos después la plenitud de su amor para toda la eternidad.

Isabel Orellana Vilches, misionera idente