Viernes de la 4ª Semana (C)

Lectura del santo evangelio según san Marcos (6,14-29):

EN aquel tiempo, como la fama de Jesús se había extendido, el rey Herodes oyó hablar de él. Unos decían:
«Juan el Bautista ha resucitado de entre los muertos y por eso las fuerzas milagrosas actúan en él».
Otros decían:
«Es Elías».
Otros:
«Es un profeta como los antiguos».
Herodes, al oírlo, decía:
«Es Juan, a quien yo decapité, que ha resucitado».
Es que Herodes había mandado prender a Juan y lo había metido en la cárcel encadenado.
El motivo era que Herodes se había casado con Herodías, mujer de su hermano Filipo, y Juan le decía que no le era lícito tener a la mujer de su hermano.
Herodías aborrecía a Juan y quería matarlo, pero no podía, porque Herodes respetaba a Juan, sabiendo que era un hombre justo y santo, y lo defendía. Al escucharlo quedaba muy perplejo, aunque lo oía con gusto.
La ocasión llegó cuando Herodes, por su cumpleaños, dio un banquete a sus magnates, a sus oficiales y a la gente principal de Galilea.
La hija de Herodías entró y danzó, gustando mucho a Herodes y a los convidados. El rey le dijo a la joven:
«Pídeme lo que quieras, que te lo daré».
Y le juró:
«Te daré lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino».
Ella salió a preguntarle a su madre:
«¿Qué le pido?».
La madre le contestó:
«La cabeza de Juan el Bautista».
Entró ella enseguida, a toda prisa, se acercó al rey y le pidió:
«Quiero que ahora mismo me des en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista».
El rey se puso muy triste; pero por el juramento y los convidados no quiso desairarla. Enseguida le mandó a uno de su guardia que trajese la cabeza de Juan. Fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en una bandeja y se la entregó a la joven; la joven se la entregó a su madre.
Al enterarse sus discípulos fueron a recoger el cadáver y lo pusieron en un sepulcro.

Comentario

Es Juan, que ha resucitado

Herodes no sabe quién es Jesús, pero tiene bien presente el mal que cometió con Juan, al que estimaba. Lo cree resucitado de entre los muertos para ajustarle las cuentas como un convidado de piedra que se hubiera levantado de la tumba. El relato del final de Juan Bautista estremece. No por la crudeza de su decapitación ni las circunstancias de su apresamiento y ejecución, ya de por sí sobrecogedoras. Sino por la frivolidad con que se juega con la vida del Precursor en ese diálogo maléfico entre Herodías y su hija. «¿Qué le pido?», pregunta deslumbrada la bailarina, que el historiador Flavio Josefo identifica como Salomé. Y la madre, fría y calculadora como la serpiente que se le enrosca en su voluntad, no duda en reponer: «La cabeza de Juan el Bautista». Ya está. Un capricho sella el destino de un hombre. Una vida arrancada para complacer una pasión enfermiza. Herodes, cegado por el deseo, no duda en cumplir su palabra pese a que tenía en estima al Bautista. ¿Cuántas veces no actuamos nosotros así? No ya exigiendo la cabeza de alguien en bandeja de plata como dicta el dicho popular tomado de este Evangelio, pero sí por puro cálculo, por puro placer de sentirnos poderosos y que nuestros deseos se van a ver atendidos sin pestañear. ¿Cuántas veces (en el trabajo, en la familia, en la pareja) no habremos querido quedar por encima simplemente por darnos el gustazo de sentir que los demás se inclinan a nuestra voluntad?

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