Viernes de la 7ª semana del Tiempo Ordinario (C)

Lectura del santo Evangelio según Marcos (10, 1-12)

Y desde allí se marchó a Judea y a Transjordania; otra vez se le fue reuniendo gente por el camino y según su costumbre les enseñaba.

Acercándose unos fariseos, le preguntaban para ponerlo a prueba: «¿Le es lícito al hombre repudiar a su mujer?». Él les replicó: «¿Qué os ha mandado Moisés?». Contestaron: «Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla». Jesús les dijo: «Por la dureza de vuestro corazón dejó escrito Moisés este precepto. Pero al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne.

De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre».

En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. Él les dijo: «Si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio».

Comentario

Ya no son dos, sino una sola carne
Las escuelas rabínicas solían presentar las normas mosaicas como una dadivosa concesión de Yahvé. Jesús rompe con esa idea: es la dureza de corazón de muchos (el acta de repudio era muy común, pero dejaba en muy lugar, desasistida y sola a la mujer) la que ha obligado a regular el divorcio. Pero no es de leyes de lo que viene a hablar el Señor, sino de amor. De confiada entrega recíproca de los esposos, de alegre plenitud contenida en el otro, el que no soy yo, el que no es como yo. Una sola carne, sí, pero sin mezcla ni confusión: los esposos alcanzan un punto en el que se hacen uno sin dejar de ser dos, sin renunciar a la propia identidad. Tal como sucede en la eucaristía, los esponsales de Cristo con su Esposa, la Iglesia: nos hacemos uno en el cuerpo místico a cuya cabeza está el Señor, pero no dejamos de ser hombres aunque Dios haya entrado en nosotros y Dios no deja de ser Dios aunque se haya hecho hombre.

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