Día 5º dentro de la Octava de la Natividad del Señor (B)

Lectura del santo evangelio según Lucas (2, 22-35)

Cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».

Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel».

Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción -y a ti misma una espada te traspasará el alma-, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones».

Comentario

Luz para alumbrar a las naciones

El relato de la presentación aparece en la octava de Navidad como un quicio en el que se dobla la historia. Un signo más que evidente del Mesías que ha venido a su pueblo, Israel. El evangelista subraya que la acción de José y María presentando al Niño en el templo se hace en cumplimiento de la ley de Moisés, de la Antigua Alianza que Jesús ha venido a renovar dando cumplimiento a la Escritura. Esa charnela, una bisagra de la historia podríamos decir, queda acentuada convenientemente con la oración de alabanza espontánea en labios de Simeón, del que Lucas nos señala que el Espíritu Santo estaba con él y, podemos deducir, le sugiere lo que tiene que decir. Es el «Nunc dimittis» por las palabras con que comienza la plegaria que cerra la Iglesia universal en la hora de Completas, al final de la jornada, cuando se impone el silencio de la noche y los cuerpos van a descansar. Simeón proclama su felicidad por ver cumplidas las profecías: en efecto, en ese niño que sus padres presentan en el templo ve claramente al Salvador de su pueblo, Israel. Esto supone una asunción radical de la condición de Mesías de Jesús de Nazaret. El episodio se completa con otra profecía que el propio Simeón hace a María, su madre: le está anunciando los siete dolores que como una espada le traspasarán el corazón cuando su hijo sea enarbolado ante el mundo subido al leño redentor de la cruz.  Entonces se verá con más fuerza que es luz para alumbrar a las naciones, iluminando el camino de la salvación de los hombres.

 

 

 

 

 

 

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