Los más jóvenes no sabrán de qué hablo; pero a partir de cierta edad, tampoco mucha, seguro que recuerdan esa triste caravana que deambulaba por la ciudad: delante iba él, con una trompeta en la mano y una vieja escalera de madera al hombro; detrás una mujer, de edad indefinible, como el hombre; llevaba atada con cuerda, una cabra de andares resignados y colgando del hombro un tambor. A veces la comitiva la completaban uno o dos niños pequeños.
Cuando el hombre que encabezaba el grupo creía que habían llegado a un sitio adecuado se montaba el espectáculo: se abría la escalera; se colocaba encima una pequeña lata cilíndrica; el hombre rompía a tocar la trompeta, mientras la mujer animaba a la cabra, a golpe de tambor, a subir por la escalera y, más difícil todavía, a colocar sus cuatro patas en la lata que coronaba el breve escenario. Además la cabra se giraba hasta dar una vuelta completa. Fin del espectáculo. A continuación se pasaba el platillo pidiendo la voluntad.
Hoy serían impensables estas actuaciones; ni los niños ni, mucho menos, los animales, podrían ser utilizados de esa manera; pero hay situaciones en las que, en cierto modo, se repite el número. Me refiero a personas que consiguen llegar arriba en su hermandad empequeñeciendo al mínimo el espacio en el que ésta se desenvuelve. Repiten, cada vez con más perfección, los modelos de pensamiento y actuación de sus mayores, que se van reduciendo a la celebración formal de los cultos y actividades para ese grupo de hermanos, no más del 5% de la nómina total, que son los asiduos a la hermandad.
Que nadie se me ofenda, no estoy equiparando la gestión de la hermandad con el número de la cabra, faltaría más. Lo que quiero decir es que cuando una hermandad se aferra a modelos avalados exclusivamente por el principio de “¡siempre se ha hecho así!”, sin descubrir nuevos horizontes, su espacio de actuación es cada vez más reducido, lo que le obliga a mantener un difícil equilibrio que le lleva a una especie de “manierismo cofrade” en el que las formas se repiten una y otra vez.
Hay que atreverse a vivir en la hermandad una “fidelidad dinámica”, que no es otra cosa que ir tendiendo puentes entre lo permanente y lo cambiante. En nuestro caso lo permanente es la fidelidad a las Reglas y a la misión de la Hermandad, lo cambiante el entorno social en el que la hermandad se desenvuelve. En otras palabras: esforzarse en desarrollar el espíritu de una institución, la hermandad, en las circunstancias que a cada uno le toque vivir; atreverse a abandonar la falsa seguridad de la lata, que limita la libertad, y salir a campo abierto a buscar nuevos pastos y nuevos horizontes, aún a riesgo de lastimarse con las zarzas del camino. Eso exige convicciones firmes e irrenunciables. A veces cuesta, es más cómodo limitarse a la seguridad de lo de siempre, sin arriesgar planteamientos que puedan acarrear críticas o prestigio, aún a riesgo de llevar la hermandad a la irrelevancia de una organización replegada sobre sí misma, autorreferencial. Aquí convendría recordar las palabras de San Juan Pablo II: “cuando alguien cede, renuncia a las propias convicciones o las disimula, por debilidad, por no ir contra corriente, por no ser criticado o por conservar un estatus [o una vara], se envilece y conduce a su entorno al cansancio, tristeza y mediocridad”.