Las Hermandades como ámbito de realización personal

Algunas consideraciones previas 

Ya hemos comentado el reduccionismo que supone estudiar las hermandades  sólo a partir de sus actividades. Para acercarse a ellas con un mínimo rigor es necesario  ir a sus fundamentos  antropológicos, trabajo urgente  e imprescindible si no queremos construir sobre arena.  Las hermandades no son sólo centros de reunión y de realización de actividades que se agotan en sí mismas, éstas sólo tienen sentido si contribuyen al cumplimiento de la misión de la Hermandad: el perfeccionamiento cristiano de sus miembros (si bien alguna de ellas, como la celebración de la Santa Misa, tiene valor infinito por sí misma, con independencia del número y  las disposiciones de los asistentes).

Si se valorasen las actividades de la Hermandad exclusivamente por el resultado que obtienen -por “el  producto”, diríamos en términos económicos-, la atención se centraría en bienes externos a la tarea: el valor artístico o cultural, su reconocimiento social, incluso -en el terreno la acción social-  el valor económico. Pero valorarlas según su resultado, es decir: “valorar el trabajo según el producto”,  es poner las bases para un economicismo, a la larga, inevitable. Aún a riesgo de escandalizar,  me atrevería a decir que ese planteamiento llevaría –de hecho ya está llevando- a interpretar  y adscribir la actividad de la Hermandad en torno a dos grandes corrientes: la ética del éxito calvinista, de origen protestante, y la filosofía marxista, que ve en el trabajo o praxis la condición más alienante del hombre, a resolver mediante el materialismo dialéctico. Aunque este análisis pueda parecer descabellado, ya hablaremos otro día de cómo se empiezan a infiltrar estos planteamientos en la vida diaria de la Hermandad y sus consecuencias.

Otra perspectiva. 

Desde una perspectiva antropológica las hermandades  son asociaciones de fieles de la Iglesia Católica que  ofrecen, o han de ofrecer, espacios de realización personal, es decir: espacios donde la persona humana, cada persona, sea capaz de desplegar todas sus potencialidades. En términos de  teología moral diríamos que las hermandades tienen como fin el  perfeccionamiento cristiano de sus miembros.

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El desarrollo del hombre empieza por sí mismo y  se expande, así como se recibe, mediante las relaciones con los demás. En esa red de vínculos la expansión de nuestras posibilidades antropológicas resulta abierta en todas direcciones.

Los individuos se mantienen y expansionan como personas en el modo de vincularse con los demás. Esto indica que el sentido de la vida humana no puede ser nunca la autoposesión, la autorrealización, ni nada que se le parezca. El hombre no tiene un fin último en sí mismo, sino que está destinado a darse al Creador. Por eso al crecer y perfeccionarse no busca algo personal, algo propio o exclusivo suyo, pues fracasaría siempre. El sentido de la vida no puede ser otro que la coexistencia con un Ser Personal capaz de aceptar libremente la donación de la persona.

La actividad de la Hermandad 

Es aquí donde se despliegan las posibilidades de la Hermandad, su importancia como ámbito de realización personal. Su  actividad genera una capacidad de relación social concreta y global,  que tiene que ver con la generación de relaciones y de bienes relacionales.

Nadie realiza su trabajo en la Hermandad aisladamente. Las relaciones personales en la Hermandad poseen una influencia importante en el modo de ser y en el modo de hacerse del hombre. La organización de las tareas no es una superposición de puntos individuales que permanecen desconectados, es colaboración en la realización de tareas
comunes.

Estos planteamientos son menos perceptibles o más difíciles de plantear y  aceptar en sociedades como la nuestra, con un bienestar económico razonable y niveles tecnológicos desarrollados, porque cuando se  pone todo el esfuerzo en la exaltación de la técnica y del progreso o en el bienestar, surgen  ambientes con una gran dificultad para ese desarrollo personal. Cuanto más se centra la persona en la posesión y disfrute de recursos materiales, se dispone de menos recursos filosóficos, éticos e incluso religiosos para aceptar la inevitable condición humana en su vulnerabilidad y dependencia.

De ahí que el desafío actual consista en poner sobre el tapete estos “temas cofrades”,  tratando de superar esa patología propia de quien no reconoce la dependencia de los demás y que acaba en un individualismo que se niega a pedir ayuda o a establecer relaciones de colaboración.

Esto  ha de comenzar  en el ámbito de la familia,  punto de enlace entre la vida privada y la vida pública, y continúa  en la Hermandad,  en la que se prolonga lo que se ha dado en llamar «primera solidaridad», la ayuda elemental e indispensable en el ámbito cotidiano y ordinario para la humanización de la persona. En el hogar y en la Hermandad, gracias a las relaciones que en ellas  se establecen,  se aprenden las “virtudes de la dependencia reconocida”, las virtudes necesarias para la realización personal y la inserción como ciudadanos. A partir de aquí se desarrolla la  importancia de las hermandades como agentes de mejora social.

Esto no es una novedad revolucionaria, es el perfeccionamiento de  la realidad. Llevar la Hermandad a su plenitud.