Miércoles 2º de Pascua (C)

Lectura del santo evangelio según san Juan (3,16-21):

TANTO amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios.
Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras.
En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.

Comentario

Jn 3,16

Te habrá chocado ver la notación bíblica como título del comentario. Sí, pero si tienes algunos años se te habrá venido a la mente aquellas pancartas precisamente con ese versículo del Evangelio joánico allí donde enfocaran las cámaras de televisión durante el Mundial de México de 1986 (bueno, realmente hay que tener más de cuarenta años para acordarse). Jn 3,16, esto es:  «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna». No hay mejor resumen de la fe que profesamos -y que confesamos con los labios- que este recordatorio del primer anuncio, el fundamental, el más decisivo en la vida de cualquier persona que lo escuche con atención: Dios te ama a ti de una manera tan íntima y personal, tan incondicional, que entregó a Cristo para que muriera crucificado por tu salvación. No hay más. Ni menos. Dios te ama y Cristo es la concreción suprema de ese amor al morir realmente por tus pecados, todos los que has cometido hasta aquí y los que en adelante seguro que cometerás. La deuda está cancelada: la ha pagado Jesús el Nazareno al precio de su sangre clavado en la cruz. Esta es la luz de nuestra fe.

 

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