María Álvarez se describe como una persona que ha buscado ansiosamente la felicidad. “De niña me subía a la azotea de mi casa y, mirando al cielo, le preguntaba al Señor para qué me había creado, por qué mi corazón estaba inquieto”.
Pese a que María ha crecido en un ambiente católico –familia practicante, colegios religiosos, amistades cristianas…- si echa la vista atrás, María se ve como una “cristiana social, una cristiana de puertas para afuera”, porque verdaderamente no se había encontrado con el amor de Dios. Así, su vida transcurrió como “una mujer normal y corriente”.
Estudió, se casó, tuvo sus hijos, tenía un trabajo, muchos amigos, una casa preciosa… “pero no era feliz”, tanto es así que llegó a pensar que “si no fuera madre, no tendría sentido vivir”.
Y en ese momento tocó fondo.
“Lloraba todos los días, me sentía vacía, cuando realmente estaba llena de mí, de mi autosuficiencia que no dejaba espacio para Dios”.
Entonces, en ese momento de oscuridad por la que todo cristiano pasa alguna vez –o varias- en la vida, la luz brilló. Y lo hizo de la mano de “un ángel”, una amiga de María “que transparentaba a Dios”.
De este modo, la marchenera empezó a imitar a esta amiga “a escondidas”, volvió a rezar, se acercó a la parroquia y comenzó “a encontrarle sentido a lo que antes no lo tenía”, hasta que encontró el valor de exteriorizar su fe y compartir con su marido y su familia la experiencia que estaba viviendo.
Tras su conversión, María ha aprendido que “Dios tiene que ser el centro de tu vida: el Señor de tu dinero, de tu tiempo, de tu trabajo… Pero no hay fórmulas, se trata de dejarse llevar, abrirle los oídos y los ojos del corazón al Señor”.
Precisamente esta confianza plena y este descansar en las manos de Dios ha llevado a María a “liberarse” de su trabajo para dedicarse a la Nueva Evangelización en su parroquia y en su barrio.
Reconoce que esta decisión no fue nada fácil porque “es difícil renunciar a nuestras comodidades”, pero tras un proceso de discernimiento de más de un año ya sentía como Dios “me gritaba que lo hiciera, que quería más de mí, que me necesitaba”.
Ahora María confiesa sentirse feliz y asegura que la infelicidad tiene solución, que “sólo tenemos que agarrarnos a la mano de Jesús, que con él basta, porque Dios todo lo salva”.