La inmigración económica

El mes de Julio pasado, el Consejo Económico y Social del Gobierno de España, publicó un informe que comenzaba diciendo: “según las últimas estimaciones publicadas por Naciones Unidas en diciembre de 2017, unos 258 millones de personas, un 3,4 por 100 de la población mundial, habitan en un país distinto del suyo de origen, lo que supone un incremento del 49 por 100 respecto al año 2000. A ello hay que añadir los 19 millones de refugiados contabilizados ese año, lo que incrementaría el cómputo global de migrantes internacionales a 277 millones”.

Esto nos genera varios debates, por un lado, si es justo culpabilizar a un 3,4% por 100 de la población mundial de los problemas económicos. Por otro lado, si es significativo que un porcentaje tan pequeño acapare tanto protagonismo. Y en tercer lugar, si siendo tan poco no habría otra forma de solucionar esta realidad, y más si hablamos de los 19 millones de personas refugiadas.

Junto a esta reflexión, habría que añadir otra, cuando éramos los europeos los que inmigrábamos a otros países no tuvimos muchas dificultades morales en exportar nuestra cultura y mostrarla allí donde íbamos. ¿Por qué ahora nos cuesta tanto aceptar que sean otros los que traigan sus culturas?

Junto a esta realidad, el mismo informe refleja que hoy la inmigración no es principalmente de países pobres, sino de países que podríamos llamar medios, puesto que el grave problema son las guerras o las depresiones económicas que azotan esos países y que obligan a buscar nuevas oportunidades de esperanza.

Para colmo, la revista Forbes el pasado 8 de agosto publicaba un artículo titulado: “La inmigración, un chispazo que mueve la economía”. En sus interesantes líneas expresa con enorme claridad cuanto debemos agradecerle a la inmigración su presencia por su rica aportación a nuestra propia riqueza.

Ante todas estas cuestiones, resurge la aporofobia de Adela Cortina, hoy las personas no tenemos tantos conflictos ante lo distinto, sino que tenemos conflicto ante el pobre. Ante el extraño que no podemos entender, y que nos cuesta ver como un igual. Los cristianos tendríamos que hacernos una pregunta, ¿Podemos vivir sin amar al extranjero? ¿Sin a-projimar al distinto? ¿Podemos no mirar cómo prójimos a quienes visten o hablan de modo diferente?

Por desgracia cierta superioridad elitista se ha apoderado del primer mundo, y aún más de los cristianos que muchas veces están más preocupados en conservar sus diferencias que en buscar sus similitudes. Todos somos hermanos, hijos del mismo Dios.

 

Carlos Carrasco Schlatter, pbro

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