‘La venerable madre sor Francisca Dorotea’, de Murillo

‘Bartolomé Esteban Murillo, la mirada de la santidad’

Tal vez este pequeño cuadro de la Beata Sor Francisca Dorotea sea el menos conocido de todos los que de Murillo atesora nuestra Catedral, en la que se encuentra desde 1688. Ubicado normalmente en la Capilla de Santiago, actualmente forma parte de la exposición “Murillo y su estela en Sevilla”, que se celebra en el espacio Santa Clara hasta el próximo mes de abril.

Pintada en 1674, como se puede leer en la leyenda que aparece en el propio cuadro, esta pintura fue encargada a Murillo por el canónigo Juan de Loaysa para el proceso de beatificación de esta religiosa, iniciado a finales de 1630 y elevado a la Congregación de los Sagrados Ritos de Roma en 1642. Ya en el último cuarto del siglo, este canónigo se hace cargo de la causa, para la que debe mandar a Roma la vera effigie de la religiosa. Es por ello que Murillo copia el retrato que se le había hecho a Sor Francisca Dorotea en 1623 en el lecho de muerte, como se refiere en la leyenda latina en letras doradas del ángulo superior derecho: “V.S.D.M. Sor. Frã/cisca Dorothea, / Discalc. Dñicar / Hispal. Funda/trix, ex origi-/nali ad vivum / expressa. Ob. an. / 1623. / A. Barthol. Murill. / ann. 1674.”

Esta obra debía por tanto de servir de promoción y difusión de las virtudes de la fundadora y además, utilizarse como modelo a las posibles copias impresas que circularían tras la hipotética beatificación. El proceso quedó interrumpido y aunque se reanudó en 1733, se paró definitivamente en 1777.

Con la mirada puesta en Cristo crucificado

Sor Francisca Dorotea nació en 1558 en Santiago de Compostela, si bien siendo niña se traslada a Sevilla con su familia. Según Ortiz de Zúñiga, en 1611 funda el Convento de dominicas descalzas de Santa María de los Reyes, en el que profesó dos años más tarde, el 16 de marzo de 1613 y en el que muere santamente el 13 de marzo de 1623.

En esta obra, de reducidas dimensiones, aparece la religiosa de perfil, vestida con el hábito dominico y en actitud de veneración del crucifijo que sostiene entre sus manos. Murillo representa así la devota tradición que cuenta que Sor Francisca Dorotea estando a las puertas de la muerte, sintió una gran sed que sólo pudo ser saciada cuando, besando la pequeña imagen del Crucificado, bebió del costado de Cristo del que manaba un misterioso líquido. El pintor es capaz de transmitir toda la espiritualidad mística de ese momento, contagiando al fiel que observa el cuadro de una gran devoción y emoción. El fondo neutro de tonos verdes oscuros acentúa la palidez mortecina del rostro de la religiosa, palidez con la que Murillo acierta a expresar los momentos previos a su muerte.

La contemplación de esta obra durante la  Cuaresma nos recuerda que también nosotros debemos poner nuestros ojos en el Crucificado para, sirviéndole en nuestros hermanos, especialmente en los más pobres y necesitados, saciar la sed de Dios que tiene nuestro mundo.

Antonio Rodríguez Babío (Delegado diocesano de Patrimonio Cultural)

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