Educar sobre roca

Cuando el colaborador más joven del Cof diocesano del Aljarafe, Jaime Pastor, monitor de educación afectivo-sexual propuso el tema que iba a preparar en su post pensé: ya me lo ha pisado. Su título era algo así como «La esperanza en tiempos de incertidumbre». Cuando pudimos hablar sobre ello para descartar el tema, comprobé que el núcleo era el mismo, pero el enfoque y el ámbito diferían sustancialmente.

La primera idea que me vino fue que esperanza e incertidumbre son dos experiencias constantes en la vida del ser humano, por tanto, cualquier tema a tratar o reflexionar siempre podría estar impregnado por ambas.

Vida e incertidumbre

La vida siempre tiene un punto sorprendente, de hecho, la experiencia de esta pandemia nos ha hecho prácticamente a todos mucho más conscientes de ello.

La incertidumbre suele ir acompañada de un punto mayor o menor de esperanza, y aterrizando en la vida familiar tenemos miles de experiencias que contar. El hecho de desconocer qué pasará en nuestras vidas nos genera una necesidad de seguridades que de alguna manera hemos de trabajar. Pongamos el claro ejemplo de la llegada de los hijos al mundo y el incierto futuro que con cada uno se nos presenta cuando recién nacidos los tenemos en nuestros brazos y toda una vida por delante que custodiar.

En una ocasión, una buena amiga esperando después de muchos meses de incertidumbre por la enfermedad de su hijo, una respuesta sobre el que sería su diagnóstico, me contaba que le confirmaron que se trataba un raro síndrome con pronóstico pesimista. A pesar de ello sus palabras fueron: «En nuestra estancia en Fátima, confiados en María, descubrimos que es maravilloso vivir en y con esperanza, y a pesar de la respuesta recibida, seguimos confiados y sostenidos por ella».

Esperanza

Si buscamos una definición de la palabra esperanza encontramos algo así como:

«Fuerza que favorece la lucha por un logro o estado de ánimo que surge cuando se presenta como alcanzable lo que se desea». Ante la incertidumbre de cuál será el futuro y concretamente el de nuestros hijos, se nos despierta el deseo movido por el amor de que lleguen a alcanzar la plenitud y la felicidad -deseo que se cumplirá plenamente cuando estemos con Dios eternamente, porque Él así nos lo prometió- pero antes de llegar a esa felicidad total inalcanzable en la tierra, podemos trabajar para que aquí puedan serlo, aunque lógicamente de una manera limitada.

Nuestro deseo se convierte en proyecto y la andadura, no exenta de dificultades y en ocasiones cuesta arriba, comienza cargada de esperanza.

Otro concepto de felicidad

Pero ese proyecto – educación- que tanta entrega nos exige, requiere de nosotros los padres tener una sólida base cristiana que evite enfoques erróneos, proteja a nuestros hijos de ser absorbidos por fenómenos como el pansexualismo, ideología de género, hedonismo o individualismo  y responda más que a la pregunta ¿qué tengo que hacer? , a la de ¿quién soy y en quién me quiero convertir?,  desde una antropología adecuada,además de tener un claro concepto de que la felicidad -la profunda, la de verdad-  siempre será una consecuencia generada por actos de amor edificados sobre el pilar de las virtudes, más que un objetivo a perseguir en sí mismo.

Natalia Ginzburg, escritora italiana de gran sensibilidad de mitad del pasado siglo XX, escribió al igual que recoge tanto la encíclica Familiaris Consortio como Exhortación apostólica Amoris Laetitia sobre la educación a los hijos, un pequeño relato llamado «Pequeñas virtudes» en el que textualmente dice,»por lo que respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes sino las grandes. No el ahorro sino la generosidad, no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad, no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación, no el deseo de éxito, sino el de ser y saber. Sin embargo, casi siempre hacemos lo contrario. Nos apresuramos a enseñarles el respeto a las pequeñas virtudes, fundando en ellas todo nuestro sistema educativo. Olvidamos enseñar las grandes virtudes y, sin embargo, las amamos, y quisiéramos que nuestros hijos las tuviesen, pero abrigamos erróneamente la esperanza de que brotarán espontáneamente…»

Lourdes Cruz, colaboradora del COF Aljarafe

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