Vía crucis con los ojos abiertos

ORACIÓN INICIAL

Señor Jesucristo, has aceptado por nosotros correr la suerte del grano de trigo que cae en tierra y muere para producir mucho fruto (Jn 12, 24).

Nos invitas a seguirte cuando dices: «El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna» (Jn 12, 25).

Sin embargo, nosotros nos aferramos a nuestra vida. No queremos abandonarla, sino guardarla para nosotros mismos. Queremos poseerla, no ofrecerla. Tú te adelantas y nos muestras que sólo entregándola salvamos nuestra vida. Mediante la invitación a caminar contigo en el Viacrucis, quieres guiarnos hacia el proceso del grano de trigo, hacia el camino que conduce a la eternidad. La cruz “la entrega de nosotros mismos” nos pesa mucho. Pero en tu Viacrucis tú has cargado también con mi cruz, y no lo has hecho en un momento ya pasado, porque tu amor por mí se renueva cada día. La llevas hoy conmigo y por mí y, de una manera admirable, quieres que ahora yo, como entonces Simón de Cirene, lleve contigo tu cruz y que, acompañándote, me ponga contigo al servicio de la redención del mundo.

Ayúdanos para que este rezo del Viacrucis sea algo más que un momentáneo sentimiento de devoción. Ayúdanos a acompañarte no sólo con nobles pensamientos, sino a recorrer tu camino con el corazón, más aún, con los pasos concretos de nuestra vida cotidiana. Que nos encaminemos con todo nuestro ser por la vía de la cruz y sigamos siempre tus huellas. Líbranos del temor a la cruz, del miedo a las burlas de los demás, del miedo a que se nos pueda escapar nuestra vida si no aprovechamos con afán todo lo que nos ofrece.

Ayúdanos a desenmascarar las tentaciones que prometen vida, pero cuyos resultados, al final, sólo nos dejan vacíos y frustrados. Que, en vez de querer apoderarnos de la vida, la entreguemos.

Ayúdanos para que, al acompañarte en este itinerario del grano de trigo, encontremos, en el «perder la vida», la vía del amor, la vía que verdaderamente nos da la vida, y vida en abundancia (Jn 10, 10).

1-LA ORACIÓN EN EL HUERTO (MT 26, 36-39)

“Entonces Jesús fue con ellos a un huerto, llamado Getsemaní, y dijo a los discípulos: «Sentaos aquí, mientras voy allá a orar». Y llevándose a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, empezó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dijo: «Mi alma está triste hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo». Y adelantándose un poco cayó rostro en tierra y oraba diciendo: «Padre mío, si es posible, que pase de mí ese cáliz. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú»”.

Velad mientras hago oración. Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, reza en Getsemaní. Es una oración angustiosa, llena de zozobra, al borde del abismo. ¿De qué otra manera puede el alma acercarse a Dios? Jesús hace lo que un Hijo haría en semejante trance, cuando presiente que su final está cerca: invoca al Padre. Junta las manos acodado en un olivo centenario, de ramones nudosos, y eleva la vista al cielo. El Hijo ora al Padre. Tú estás en esa oración de súplica, de petición, de angustiosa llamada de socorro, pero también de confianza filial en el amor del Padre como un rayo de luz que salva: no se haga mi voluntad sino la tuya. Padre, me pongo en tus manos. Haz de mí lo que quieras, estoy dispuesto a todo, lo acepto todo con tal que tu voluntad se cumpla en mí y en todas tus criaturas. También ahora, en este viacrucis, mientras contemplo a Cristo orando en el huerto de los olivos. Humanamente inquieto, divinamente confiado en el Padre. Velad. Y haced oración al Padre con el Hijo.

2- EL BESO DE JUDAS (MT 26, 47-50)

“Todavía estaba hablando, cuando apareció Judas, uno de los doce, acompañado de un tropel de gente, con espadas y palos, enviado por los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo. El traidor les había dado esta contraseña: «Al que yo bese, ése es: prendedlo». Después se acercó a Jesús y le dijo: «¡Salve, Maestro!». Y lo besó. Pero Jesús le contestó: «Amigo, ¿a qué vienes?” Entonces se acercaron a Jesús y le echaron mano y lo prendieron”.

Con un beso lo traiciona. Con el gesto más hermoso con que expresar amor, corrompido por la ambición y la codicia. Judas mira atravesado, se ha cubierto la cabeza con la caperuza porque no resiste que lo contemplen a cara descubierta. Se esconde, huidizo, completada su traición. Un beso basta para señalar a Jesús y que lo prendan. Hay carreras, forcejean aquí y allí, los apóstoles tratan de zafarse, pugnan, el griterío ha llenado de sombras el huerto apagando la luz que había traído la oración. Todos bullen de un sitio a otro. Solo Jesús está inmóvil, en medio de todos. Esperando que enfundes la espada con que despedazarías al traidor, porque tú mismo lo has traicionado tantas veces… Con un beso me traicionas…

3- CONDENADO POR EL SANEDRÍN (MT 26, 59. 64-66)

“Los sumos sacerdotes y el sanedrín en pleno buscaban un falso testimonio contra Jesús para condenarlo a muerte. Jesús le respondió: «Tú lo has dicho. Más aún, yo os digo: desde ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha del Poder y que viene sobre las nubes del cielo.» Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras diciendo: «Ha blasfemado. ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué decidís?» Y ellos contestaron: «Es reo de muerte».”

La mirada torva de Caifás cae sobre el inocente. Su miserable cálculo lo condena. A veces es preferible que muera un hombre para que salve un pueblo. Los sacerdotes se rasgan las vestiduras, no dan crédito a la blasfemia que acaban de escuchar y profieren el anatema. Condenado. Cae la injusticia sobre el justo. Sumos sacerdotes de un sanedrín que armamos a la medida de nuestros intereses, ¡la condena sale disparada de tu boca tantas veces al día! Todo es arbitrario en esa sesión que contraviene lo dispuesto para juicios por blasfemia. Caifás lo sabe. Como tú lo sabes. Pero no puedes evitar que tu mirada sobre el inocente, el justo, esté tan torcida como la de ese infame que hace cálculo de lo que sacará en limpio con la muerte del que es la Vida. No hay más que verlo para advertir que se le asoma el pecado que lleva dentro al semblante.

4- LAS NEGACIONES DE PEDRO (MT 26, 69-75)

“Pedro estaba sentado fuera en el patio y se le acercó una criada y le dijo: «También tú estabas con Jesús el Galileo». Él lo negó delante de todos diciendo: «No sé qué quieres decir». Y al salir al portal lo vio otra y dijo a los que estaban allí: «Éste estaba con Jesús el Nazareno». Otra vez negó él con juramento: «No conozco a ese hombre». Poco después se acercaron los que estaban allí y dijeron a Pedro: «Seguro; tú también eres de ellos, tu acento te delata». Entonces él se puso a echar maldiciones y a jurar diciendo: «No conozco a ese hombre». Y enseguida cantó un gallo. Pedro se acordó de aquellas palabras de Jesús: «Antes de que cante el gallo, me negarás tres veces». Y, saliendo afuera, lloró amargamente.”

La cara es un poema. Se cruza con Jesús y no le sale ni una palabra. Solo el asombro pintado en el rostro, la sorpresa de quién no se esperaba cruzarse con el Maestro al que ha seguido desde Galilea en un momento tan inoportuno. En el Tabor también fue esa la cara, idéntico asombro, el que quería quedarse a vivir en el monte, el que estaba dispuesto a impedir el padecimiento en Jerusalén, el que levantó la espada ahora se esconde tras un gesto de estupor, acorralado por unas mujeres que lo señalan. Se le fue la fuerza por la boca. Tantas veces nos pasa… Y a la primera,  negamos con la cabeza. A la segunda, fruncimos el ceño contrariados. Y a la tercera, ay, a la tercera, no queremos saber nada, nunca hemos sido amigo suyo, nunca hemos seguido sus pasos, nunca hemos sido cristianos. No sabía Pedro, asustado como una gallina, la de imitadores que iba a tener.

5- PILATO DUDA (MT 27, 24-26)

“Al ver Pilato que todo era inútil y que, al contrario, se estaba formando un tumulto, tomó agua y se lavó las manos ante la gente, diciendo: «Soy inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros!». Todo el pueblo contestó: «Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!». Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.”

Quisiera saber qué es la verdad. Indaga intrigado sin reconocer al que es Verdad, Camino y Vida cuando lo tiene ante él. Pilato no encuentra motivos para condenar al hombre que le presentan los judíos como alborotador contra el poder político, un peligro para el César. Y otro para su silla, no se la vayan a mover. Se lava las manos. Es lo mejor, piensa. A veces así no hay que dar la cara y defender la inocencia sin arredrarse. Pilato es cobarde por lo mismo que Caifás es arrojado: por puro cálculo interesado. Mejor así, pasar por atribulado sin margen de maniobra, sin capacidad de elección, sin fuerzas para cambiar el mundo, tu mundo que te rodea, los inocentes que te ponen por delante para que los condenes. Y te lavas las manos. Compungido, atribulado, pero sin ponerse de cara ante la Verdad.

6- AZOTADO Y CORONADO DE ESPINAS (MT 27, 27-30)

“Entonces los soldados del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la cohorte: lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y trenzando una corona de espinas se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y doblando ante él la rodilla, se burlaban de él diciendo: «¡Salve, rey de los judíos!». Luego le escupían, le quitaban la caña y le golpeaban con ella la cabeza.”

Las manos ensogadas, la espalda en carne viva, la frente ensangrentada, la clámide púrpura con que se han burlado de él. La escena es desnuda y lisa como esa columna a la que está atado. Mármol frío como tus pecados y los míos por los que se ha dejado flagelar. Tiene la espalda destrozada, la sangre chorrea por el rostro, una espina -sabes cuál es, sabes qué le causa esa herida, sabes por qué- se le ha clavado en la ceja cuando le han encasquetado esa corona con que lo torturan. Todo el sufrimiento infligido está aquí, en este hombre, Ecce Homo, al que han castigado, siendo inocente, para que tú te salves. Para que cada pecado tuyo tenga el sacrificio redentor de una gota de su sacratísima sangre. Eleva los ojos y míralo, herido por amor. Herido porque te amó. Herido porque te sigue amando hayas hecho lo que hayas hecho.

7- JESÚS CARGA CON LA CRUZ (JN 19, 16-17)

“Entonces se lo entregó para que lo crucificaran. Tomaron a Jesús, y, cargando él mismo con la cruz, salió al sitio llamado «de la Calavera» (que en hebreo se dice Gólgota).”

Ni el peso de la cruz lo vence. Jesús carga con el patibulum a cuestas como solían los condenados a la pena capital: una brutal forma de dar muerte, cruel incluso para aquella época. Pero ni el peso de la cruz lo vence. En el momento en que abraza tan bárbaro instrumento de tortura, sus ojos se levantan al cielo. La mirada de Cristo va al Padre. En el inicio de su predicación, en el bautismo en el Jordán, fue la mirada del Padre quien se posó en su hijo amado. Ahora, en el dolorosísimo trance de acarrear el madero en que lo van a crucificar, es la mirada de Jesús la que busca a Dios Padre. Porque está cumpliendo su voluntad. Su designio redentor pasa por esa vía dolorosa que está a punto de iniciar. Cargado con la cruz de nuestros pecados para la salvación del mundo. Pero ni todos los pecados de la Humanidad lo dejan cabizbajo: Jesús vence al pecado.

8- AYUDADO POR EL CIRINEO  (MT, 27, 32)

“Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo forzaron a llevar su cruz.”

Siendo Dios omnipotente, Cristo se deja ayudar. Simón de Cirene toma su peso de la cruz para que el reo llegue con vida a ese suplicio de la crucifixión. Es fuerte, musculoso, quién sabe si entrenado para soportar pesadas cargas o trabajos extenuantes como el que se ve obligado a hacer. El cirineo carga con un peso que no es el suyo. ¿Cuántas veces no has querido traspasarle un fardo pesadísimo a alguien? ¿Cuántas veces no has pensado que alguien te ayudara con la carga cuyo peso te aplasta? Puede ser en cualquier faceta de tu vida. Y se necesitan cirineos dispuestos a transportar la cruz de cada día, la que incomoda al levantarse y al acostarse, la que no deja dormir. Jesús camina hacia el Calvario ayudado. Bien pudiera haberse negado a que lo ayudaran como Dios omnipotente que es, pero ha aceptado la mano que sobrelleve el patibulum. Quizá tu mano.

9- ENCUENTRO CON LAS MUJERES (LC 23, 27-28)

“Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos por Él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos».”

Hay un diálogo sin palabras, sólo subrayado con gemidos y sollozos de las mujeres que lloran la desgracia que se abate sobre el Maestro. No hablan sus bocas, pero lo hacen sus miradas elocuentes. Las tres Marías clavan sus ojos en el Maestro al que han seguido durante su predicación. La felicidad que sentían cuando lo escuchaban en sus enseñanzas se ha convertido ahora en amargura. Sufren porque lo ven sufrir. Hacen suyo su sufrimiento como solo lo haría una madre, una mujer capaz de compadecerse del Galileo. La misericordia que ha predicado la ponen en práctica estas mujeres que lo han seguido en su vida pública y ahora en su sufrimiento. Las mujeres imploran la misericordia que destila la mirada del Nazareno, saben que en ese momento del encuentro en la calle de la Amargura, solo la mirada compasiva de Jesús puede rebajarles la amargura que sienten en el corazón. Solo la mirada llena de misericordia del Hijo puede rebajarte la amargura que sientes en el corazón.

10- CRUCIFICADO (MT 27, 33-38)

“Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota (que quiere decir ‘la Calavera’), le dieron a beber vino mezclado con hiel; él lo probó, pero no quiso beberlo. Después de crucificarlo, se repartieron su ropa echándola a suertes y luego se sentaron a custodiarlo. Encima de la cabeza colocaron un letrero con la acusación: ‘Éste es Jesús, el rey de los judíos’. Crucificaron con él a dos bandidos, uno a la derecha y otro a la izquierda.”

Suena el martillo con voz de tiple, metálica, machacón en su compás. Suena el martillo y no es ningún paso de Semana Santa que se va a levantar. Sino la cruz en que crucifican al Señor, Rey de los Judíos. Va y viene el martillo en su vaivén cadencioso para tomar impulso con el que hundir todavía más, terriblemente, el clavo en la carne traspasada, en esas llagas por las que sangra el pecado de la Humanidad. Las llagas abiertas de la injusticia, la opresión, el egoísmo, el endiosamiento. El primer Adán quiso ser como Dios en el paraíso. Y el nuevo Adán, siendo Dios, se ha hecho hombre para experimentar el sufrimiento mientras el clavo le desgarra los tendones, le traspasa el hierro toda su carga de óxido purulento. Exactamente igual que tú pecado y el mío. Porque el martillo que va y viene para clavetear al crucificado lo manejamos tú y yo. Cada vez un poco más hondo, cada vez un poco más chato, cada vez un poco más doloroso.

11- PROMESA AL BUEN LADRÓN (LC 23, 39-40. 43)

“Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios estando en la misma condena?» Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».”

El buen ladrón recorre un camino increíble sin mover los pies. Están ahí, inmóviles, aferrados por el clavo al madero. Dónde va a ir el ladrón, si ya no puede moverse. Lo hubiera pensado antes, cuando robó. Pero ahora, ahora… Ahora va a recorrer el camino más impresionante sin moverse de la cruz. Le han bastado unas pocas palabras que ha intercambiado con el Cristo que agoniza en la cruz de al lado para subir al cielo con piernas de gacela, como dice el salmo. Hoy estarás conmigo en el paraíso, le promete el Señor, ciertamente impresionado por la actitud que muestra. Sin bajarse de la cruz, sin que los pies hayan variado un milímetro su obligada posición, el buen ladrón ha recorrido un camino de vuelta: el que va del pecado a la gracia, el camino del arrepentimiento, el de la conversión. Y a ti, ¿qué te mantiene clavados los pies para que no des el primer paso?

12- MUJER, AHÍ TIENES A TU HIJO (JN 19, 26-27)

Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio.”

Siete palabras como siete puñales dolorosos que le atravesaran el alma. Siete palabras como siete flechas disparadas certeramente al corazón de la Virgen de las Angustias. Siete palabras como siete lanzas que traspasaran el espíritu. Y siete dolores. Madre, ahí tienes a tu hijo. Madre de la Iglesia, ampáranos a todos nosotros, tus hijos, como amparaste al discípulo amado cuando todos los demás se habían marchado. Estaba la madre dolorosa al pie de la cruz llorando. Qué desgracia más grande enterrar a un hijo, qué desgracia más grande verlo colgado como un malhechor entre ladrones, qué desgracia haberlo llevado en las entrañas y verlo ahí, hecho un despojo, ahogándose sin aire, agonizando después de un tormento tan cruel. Madre de la Iglesia a la que el mismo día que muere el hijo que acunó en su seno le nacen innumerables hijos. Madre de todos nosotros, ampáranos.

13- JESÚS MUERE EN LA CRUZ (MT 27, 45-46.48.50-52)

“Desde la hora sexta hasta la hora nona vinieron tinieblas sobre toda la tierra. A la hora nona, Jesús gritó con voz potente: «Elí, Elí, lemá sabaqtaní (es decir: ‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’)». Enseguida uno de ellos fue corriendo, cogió una esponja empapada en vinagre y, sujetándola en una caña, le dio de beber. Jesús, gritando de nuevo con voz potente, exhaló el espíritu. Entonces el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo; la tierra tembló, las rocas se resquebrajaron, las tumbas se abrieron y muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron.”

Todo está consumado. A tus manos, Padre, encomienda su espíritu. Siente el abandono de Dios como un grito que atraviesa el cielo antes de que se rasgue para siempre el velo del templo. A veces, cumplir la voluntad de Dios implica morir a muchas cosas sin saber muy bien por qué. Hacerse obediente hasta la muerte. Esperando quizá que Dios Padre se apiade y derrame su misericordia sobre los corazones de quienes infligen tan terrible tormento. Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado. Y Dios guarda silencio. Se han acabado las palabras. Porque ha muerto el que era el Verbo encarnado, la Palabra de Dios hecha carne para salvarte de donde tú sabes. Y ahora un silencio espeso como la pez negra lo invade todo. Tan oscuro que no lo vemos y, en su lugar, divisamos un horizonte limpio tras la cruz en que ha muerto nuestra luz y nuestra esperanza. Ha muerto por tu amor. Silencio.

14- DEPOSITADO EN EL SEPULCRO (MT 27, 57-60)

“Al anochecer llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que era también discípulo de Jesús. Este acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. Y Pilato mandó que se lo entregaran. José, tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia, lo puso en el sepulcro nuevo que se había excavado en la roca, rodó una piedra grande a la entrada del sepulcro y se marchó.”

Contemplad a Dios hecho hombre según el designio redentor del Padre. Apenas un cuerpo exangüe, inane, desmadejado, frío, con el color de la cera, sin músculos, sin tensión, depositado en el sepulcro por estrenar. Lo llevan a enterrar como a cualquier hombre, como un día te llevarán a ti y me llevaran a mí. Despojos humanos, cadáveres silenciosos. Jesús va a consumar el tránsito, su descenso a los infiernos. Todo está perdido en la noche del Sábado Santo. La noche en que ha muerto Dios. Y no nos queda nada a lo que aferrarnos, nada en lo que creer: nada es nada. El Cristo yacente en brazos de su madre, la Virgen de la Angustia, es a la vez altar del sacrificio, víctima del holocausto y sacerdote. El mundo espera en un día interminable, una jornada que es solo noche, a que llegue la aurora. Como nosotros esperamos en la Cuaresma que llegue la Pascua. Resurrexit.

 

ORACIÓN FINAL

Señor Jesús, ayúdanos a ver en Tu Cruz todas las cruces del mundo;

la cruz de las personas hambrientas de pan y de amor;

la cruz de las personas solas y abandonadas por sus propios hijos y parientes;

la cruz de las personas sedientas de justicia y de paz;

la cruz de las personas que no tienen el consuelo de la fe;

la cruz de los ancianos que se arrastran bajo el peso de los años y la soledad;

la cruz de los migrantes que encuentran las puertas cerradas a causa del miedo y de los corazones blindados por cálculos políticos;

la cruz de los pequeños, heridos en su inocencia y en su pureza;

la cruz de la humanidad que vaga en lo oscuro de la incertidumbre y en la oscuridad de la cultura de lo momentáneo;

la cruz de las familias rotas por la traición, por las seducciones del maligno o por la homicida ligereza del egoísmo; la cruz de los consagrados que buscan incansablemente portar Tu luz en el mundo y que se sienten rechazados, ridiculizados y humillados;

la cruz de los consagrados que en su caminar han olvidado su primer amor;

la cruz de tus hijos que, creyendo en Ti y buscando vivir según Tu palabra, se encuentran marginados y descartados incluso por sus familiares y sus coetáneos;

la cruz de nuestras debilidades, de nuestras hipocresías, de

nuestras traiciones, de nuestros pecados y de nuestras numerosas promesas rotas;

la cruz de Tu Iglesia que, fiel a Tu Evangelio, se fatiga para llevar Tu amor también entre los mismos bautizados;

la cruz de la Iglesia, Tu esposa, que se siente asaltada

continuamente en lo interno y lo externo;

la cruz de nuestra casa común que seriamente se marchita bajo

nuestros ojos egoístas y cegados por la codicia y el poder.

Señor Jesús, reaviva en nosotros la esperanza de la resurrección y de Tu definitiva victoria contra todo mal y toda muerte.

¡Amén!

Texto: Javier Rubio
Fotos: Daniel Salvador Almeida

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