Providencia nuestra de cada día

Lleva un servidor una temporadita haciendo acopio de una cierta dosis de enfado contra el mundo y contra algunos de sus actores. Posiblemente me ocurra porque estaría sumamente agradecido si “las cosas” cambiaran… Y me olvido de la parte proporcional que, como ciudadano y como creyente, me toca para esforzarme en transformar la realidad que me rodea.

Santa Teresa, doctoral pero sencillamente, lo aclara: “Dios está entre los fogones”.

Más no escarmentamos y, buscando a Dios, no nos dejamos encontrar y, mucho menos, nos dejamos sorprender por Él.  Y, como consecuencia, nos olvidamos en demasiadas ocasiones de la Providencia, la más humana de las actuaciones de Dios sobre nosotros, ya que refleja y acoge la acción de Dios en el mundo y en las gentes que lo habitamos.

Santos verdaderos y plenitud

No pocas personas, y quizás demasiados católicos, consideran la santidad como un estado superior del espíritu o de nuestra creencia que poco menos que nos permite levitar sobre aviesas circunstancias y seres malvados. Una especie de escudo o de alfombra persa que nos libera de tentaciones y debilidades cuando la verdad es otra distinta: los santos verdaderos sintieron, sienten y habrán de sentir la vida como el don más hermoso que el Señor nos da. Semejante plenitud puede vivirse tanto desde los conventos como en las calles más abigarradas de nuestras ciudades.

Es, pues, la santidad como una suerte de ayuda que nos sostiene en las alegrías y las aflicciones, ya venideras o ya aparcadas en las autopistas y las comarcales de la vida: buscar a Dios y, sin verle muchas veces, sentirlo cerca.

Y, en esos versos sueltos de nuestros días, actúa la Providencia.  Hay quien, si buscáramos en un imaginario “Diccionario del Católico de Ocasión”,  le cambia el nombre y la denomina “Karma”, (como si se tratara de esa “justicia implacable sobre los malos de las películas estadounidenses”). Otros, más suertudos o descreídos, la llaman “potra”.

Providencia : acción de Dios en el mundo que nos rodea

Yo sí encuentro que en la acción de la Providencia se certifica aquello de los “renglones torcidos” con los que escribe Dios. Porque uno ya lo barruntaba… pero “eso de la Providencia” es algo muy, pero que muy grande… No me atrevo a adjetivarla como «Divina», porque la he sentido siempre como intrínsecamente humana: la acción de Dios en el mundo que nos rodea.

Ser mejores profesionales, ser buenas personas, ser obreros esforzados de nuestras familias, todo eso y más es aspirar a ser santos. Acciones que, a su vez, deben transparentar la acción de Dios en mujeres y hombres ante las alegrías y las pruebas esperables o inesperadas, las certidumbres o los desarraigos, o las desilusiones de los propios y los quebrantos de los ajenos. Y máxime cuando la salud se resiente o nos traiciona. O cuando nos enfrentamos a la presencia de la muerte, ya sea en la familia o ante nuestro propio final.

Jesús, Dios y Hombre, lo clavó: “Confiad en la Providencia de Dios, porque cada día tiene su propio afán.  Por ello, no viváis atosigados, ni preocupados por lo que comeremos o vestiremos. Mirad los pájaros del cielo cómo el Padre providente los alimenta y viste”.

La providencia no casa con la sopa boba

Por ello, como cristianos comprometidos,  confiemos en la Providencia de Dios.  Y, como seres humanos que aceptamos plenamente la realidad que nos toca vivir, trabajemos cada día en pro de la venida del Reino de Dios, colaborando y cooperando en la acción del Padre mereciéndonos honradamente el plato de cada día, el descanso de cada noche y el vestido de mañana.  No holgazaneemos, con la mirada fija en el techo o perdida en los altares. El culto a Dios debe quedar impregnado todos los días de la acción, de la actuación y del compromiso con la sociedad.

Quedan fuera de lugar, por consiguiente, la holgazanería y la pereza buscada o sobrevenida.  La providencia no se casa con el estatismo o la conformidad del subsidio y la sopa boba. Al contrario, disponemos de la providencia como un arma para ayudar a Dios en la consecución del Reino y, por añadidura, a no cejar en conseguir el derecho de las personas a la felicidad y a una vida digna.

Luego, al final: ¿Qué es la Providencia?

Pues sentir la obra de Dios cerca, confiando en Su Bondad y en Su Misericordia, para poder atrapar el significado real de las diversas situaciones en las que la vida nos sitúa. Aun prevaleciendo el mal o el dolor y constatando que nuestros esfuerzos puedan parecernos insuficientes o baldíos, el Señor ha de ser nuestra Luz, nuestro Fin y nuestra Esperanza.

Consiste en seguir actuando, depositando nuestra plena confianza pero, a la vez, aplicando nuestras capacidades e intenciones en pro de los demás. Aun cuando nos sintamos pecadores o insignificantes, el señor ha de ser nuestro Pastor y nuestro Consuelo.

Y, por último, la Providencia de Dios está significativa e intrínsecamente recogida en la  frase de San Juan Pablo II: “¡No tengáis miedo!, ¡Abrid, abrid más, abrid de par en par las puertas a Cristo!”.

Manuel María Ventura Rodríguez

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